Nos habían advertido que allí no podíamos ir, que era un barrio peligroso donde por la noche salía una pérfida fulana con unas tijeras en la mano para cortarle la picha a los niños que iban a mirar.
Nos habían prohibido pasar más allá de la Plaza del Ayuntamiento, atravesar aquella frontera que se había ido levantando a base de prejuicios y de historias de hombres borrachos que se dejaban los cuartos en sórdidas tabernas rodeados de mujeres que fumaban, bebían y se cagaban en todo el santoral cuando el negocio venía mal dado.
Lo primero que nos enseñaban a los niños del barrio era a mirar para los dos lados antes de cruzar la calle, a no aceptar caramelos de desconocidos y a no cruzar jamás esa línea divisoria que separaba a las buenas familias de las mujeres de la mala vida.
Teníamos la lección bien aprendida, pero una fuerza interior, más poderosa que los consejos maternos, nos empujaba a romper con todos los pactos y a pasarnos todas las recomendaciones por el elástico de los calzoncillos. Cuánto más nos repetían que no fuéramos a la calle de las prostitutas más incursiones planeábamos, siempre a escondidas, como si formáramos parte de un servicio secreto.
Sentados en un tranco, o en el mismo bordillo de una acera, nos reuníamos para planificar el asalto. Sabíamos que no podíamos ir en rebaño como si fuéramos los niños de un colegio cuando salen de excursión. Sabíamos, porque lo habíamos visto en las películas de guerra, que lo correcto era dividirse, como mucho en grupos de dos y que no podíamos exhibirnos por la calle principal como si fuéramos clientes, sino que lo recomendable era buscar una trinchera lo más cercana posible al objetivo y desde allí disfrutar de ese profundo deleite de contemplar el placer en su estado más primitivo.
Solíamos entrar por las rocas de la Alcazaba y pegados a la muralla nos íbamos acercando a nuestro destino amparados por la presencia de las chumberas y de las piedras generosas que nos servían de parapeto. La otra avanzadilla cogía el camino contrario y acababa apostándose en los recovecos del cerro de San Cristóbal, de donde se podía disfrutar de una vista panorámica de la calle principal y sus alrededores.
A los más atrevidos, nunca más de dos, les tocaba lo más peligroso y lo mejor de la aventura, pisar las calles de la mala vida y disimuladamente situarse cerca de las casas de mayor prestigio para ver lo más cerca posible a las mujeres. A las prostitutas no les gustaban los niños que iban a mirar porque les espantaban los clientes. Nunca podré olvidar la primera vez que me puse a jugar a los petos con mi amigo Ramón Ortiz delante de la puerta de ‘la Malagueña’, una mujer de bandera que se sentaba en el tranco con un vestido tan corto que cuando subía los escalones de su casa para hacer un servicio se le veía hasta el alma.
Nunca olvidaré aquella tarde de octubre cuando mientras tirados en la tierra fingíamos aquello de primeras, pie, matute y colao, nuestra idolatrada meretriz se nos acercó con tanto disimulo como el nuestro, se colocó a dos metros de distancia, le dio una profunda calada al Marlboro, puso los brazos en jarra, y con un tono delicado nos hizo una sugerencia que no pudimos rechazar: “Bonicos, porque no os vais a mirarle el culo a vuestra puta madre”.
Corrimos cuesta abajo como si nos persiguiera el mismísimo ‘Cañaero’ con la moto, aquel policía municipal que de vez en cuando hacía la ronda por el barrio de las Perchas para que todo estuviera en calma. Sí, corrimos como galgos, con el miedo metido en los huesos, pensando que aquella mujer con las piernas tan grandes como las columnas del Partenón, y a la que tanto admirábamos, podía ser la malvada de las tijeras que capaba a los niños curiosos.
En mi caso, siendo todavía un niño, tuve el privilegio de poder caminar por las calles de la mala vida y codearme con sus diosas con absoluta naturalidad y sin ser reprimido. La maravillosa tienda de comestibles de mi padre me abrió de par en par las puertas del barrio prohibido. Las mujeres, que no podían alejarse de sus casas por si aparecía algún parroquiano, mandaban una nota escrita a la tienda para que les enviáramos el reparto a domicilio.
Aquella nueva forma de contacto, la familiaridad de poder hablar con ellas, aquella proximidad que me permitió conocer de cerca sus vidas y sus miserias, me fue formando una mirada muy distinta a la que tenía cuando iba a espiarlas a escondidas con los amigos. Dejé de mirar sus piernas y sus pechos y dejé de estremecerme de emoción cuando un hombre entraba con ellas en la casa y la puerta se cerraba a cal y canto. Detrás de muchas de aquellas mujeres de la vida había un drama que las había empujado al oficio y en muchos casos las había condenado al tabaco, al alcohol y a una muerte prematura.
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