Los niños de antes no necesitábamos que nadie, ni nuestros padres ni el Ayuntamiento, nos organizaran el miedo como ocurre ahora con la moda de Halloween. El miedo organizado es un miedo impostor, un miedo oficial con pretensiones económicas y políticas, un miedo programado que no da miedo, un miedo bobo y aburrido, un miedo de barra de bar y copas de madrugada entre vampiros beodos y brujas grotescas que juegan a imitar el miedo hueco y ridículo de las tradiciones americanas.
Antiguamente, el miedo lo llevábamos nosotros incorporado y formaba parte de nuestro inventario sentimental. Cada vez que salíamos a la calle nos enfrentábamos al miedo objetivo que nos llegaba de fuera y a nuestros propios miedos, aquellos que ya traíamos de fábrica y nos acompañaban a cada instante, allá donde estuviéramos.
La calle estaba llena de temores y a veces de miedos que nosotros mismos buscábamos. Nos daban miedo los borrachos que iban midiendo la calle, pero también nos atraían y los encarábamos buscando esa emoción del riesgo inminente, que te dejaba la boca seca.
Había un miedo común a los callejones oscuros, que eran casi todos, ya que Almería, a comienzos de los años setenta, presentaba importantes carencias en el alumbrado público. En el invierno, a las nueve de la noche, cuando cerraban los comercios, la ciudad adquiría un aspecto fantasmagórico. Cuando la última tienda o el último bar echaba las persianas la noche caía con todos sus espectros y no se veía un alma en la calle. En esos momentos a los niños se nos calentaba la imaginación y sacábamos a pasear las viejas historias que nos habían contado en nuestras casas, aquellas leyendas que nos hablaban de los mantequeros y del hombre del saco.
No había una historia más común en Almería que la de los mantequeros. Se la habíamos escuchado a nuestras madres, que no tenían otra fórmula para alejarnos de la calle que llenarla de miedos. La historia del mantequero estaba basada en un suceso real, el célebre crimen de Gádor, y era sin duda, la que más nos impresionaba. Nos decían que el mantequero era hijo de las sombras, que merodeaba por los callejones oscuros en busca de algún niño rezagado, a esas horas en las que la noche empezaba a caer.
El mantequero fue nuestro fantasma de cabecera durante la infancia, el que siempre estaba presente en nuestros miedos. A veces, cuando al caer la tarde regresábamos por sitios solitarios, atravesando la soledad de la Rambla o la playa de las Almadrabillas en invierno, se escuchaba la voz de un niño que gritaba con pánico: “Que vienen los mantequeros”, y en ese instante empezábamos a correr con el corazón latiéndonos en la garganta, creyendo de verdad que aquel siniestro personaje venía detrás nuestra con un cuchillo en la mano dispuesto a sacarnos las entrañas.
También le temíamos a la muerte, no a la muerte abstracta que cuando eras niño pensabas que solo le ocurría a los demás, sino a la muerte cercana, la que se nos presentaba como una sombra fatal cuando fallecía un vecino de nuestra calle. Cuando había un muerto cercano, un muerto que habíamos visto de refilón en la caja, un muerto de los que se velaban en la casa, esa noche a más de uno nos costaba coger el sueño y acabábamos pidiendo asilo en la cama de algún hermano mayor.
Había lugares en Almería que estaban rodeados de un halo de misterio que despertaba el miedo de los niños. Uno de esos parajes era la zona del Cortijo Grande, donde a comienzos de los años setenta todavía estaba en pie el viejo edificio que había sido la residencia espiritual de los Padres Jesuitas. Era un escenario tenebroso donde todo parecía irreal, como sacado de otro tiempo. La casa de los religiosos estaba vacía y sus muros se caían de viejos en medio de la vega que también estaba en retirada. Eran pocos los que se atrevían a cruzar por aquel camino cuando llegaba la noche. Impresionaba pasar a oscuras en medio de un silencio sobrecogedor, que solo se rompía cuando el viento movía alguna ventana o alborotaba las copas de los árboles. Se decía entonces que por las noches se escuchaban los lamentos de unos frailes cuyas almas vagaban como espíritus errantes por aquellos descampados en medio de la vega.
El miedo también habitaba nuestras casas. Todos teníamos un cuarto oscuro al que nunca íbamos solos, sobre todo si esa noche habíamos visto un capítulo de aquella serie llamada ‘Historias para no dormir’, que tanto nos marcó a esa generación de niños que descubrimos una nueva forma de miedo, el que nos llegaba por la televisión.
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