La calle de la Dicha andaba escondida, mirando para otro lado cada vez que se hablaba del derribo de la manzana a los pies de la Hoya. El plan original de remodelación del barrio se llevaba por delante sus viviendas y obligaba a sus vecinos a buscarse un nuevo destino.
Hubiera sido la desaparición de una calle que hace unas décadas vio como toda una acera de viviendas desaparecía bajo las palas. A pesar de los negros pronósticos hubo una familia, la de Miguel Fernández Jiménez y María del Carmen Martínez Amador, que cuando la calle se quedó mutilada aprovechó el solar que había quedado vacío, un auténtico basurero, para inventarse un jardín que ha sido crucial para que este rincón de la Almería más castiza pudiera salvarse de la ‘quema’.
Empezaron la tarea colocando macetas, continuaron improvisando un huerto donde sembraron tomates y habichuelas y culminaron su gran obra plantando árboles que hoy han formado un pequeño edén detrás de la plaza del Ayuntamiento.
La calle de la Dicha se ha convertido en una de las más auténticas de la ciudad gracias a la profunda implicación de sus vecinos, que velan por ella como si fuera el salón de su casa. Pasar por la calle de la Dicha nos transporta a la Almería de hace sesenta años, a esa ciudad de casas pequeñas con terraos y patios, y vecinos en la puerta, que se fue perdiendo a medida que las nuevas edificaciones y las urbanizaciones masivas se fueron apoderando del territorio.
La calle de la Dicha es un paréntesis en medio de una Almería desalmada, un trozo vivo de historia rodeado de historia: la abrazan el cerro de San Cristóbal, el parque de la Hoya que está gestándose en estos momentos y las imponentes murallas de la Alcazaba. Los turistas que se pierden por este rincón le echan tantas fotografías a la calle como a la propia Alcazaba, como si también se tratara de un monumento, como si ambas compitieran en historia.
La historia de la calle de la Dicha está ligada a dos lugares que en otros tiempos fueron zonas características de Almería: la alhóndiga vieja y el barrio de Las Perchas. Antes de que a finales del siglo XIX construyeran el nuevo Mercado Central, esta zona se transformaba todas las mañanas en un zoco con tenderetes donde se ponían a la venta las mejores verduras que llegaban de la Vega. La calle de la Dicha fue durante mucho tiempo una prolongación del mercado durante la mañana y al atardecer, un cruce de caminos en ese laberinto que desembocaban en el barrio de las prostitutas.
Sus días de esplendor, al menos por el volumen de población, llegó en los años de la posguerra. Eran los tiempos de los realquilados, por lo que en una misma casa vivían dos o tres familias compartiendo la cocina, el cuarto de baño y el terrado para tender.
Hasta 1960 la calle de la Dicha estuvo llena de vida, de gente humilde que se pasó media existencia recordándole a la ciudad que aquel callejón con aire de adarve musulmán no era un lugar de prostitutas, que las casas de lenocinio empezaban al subir la escalera cinco metros más arriba. Con el tiempo se fueron acostumbrado al continuo ir y venir de clientes que pasaban por allí en busca de una aventura fugaz.
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