La historia de la Plaza de San Pedro está unida a las reformas, a los frecuentes cambios de imagen que en los últimos años parecen no tener fin. Ahora están de nuevo de obras para lavarle la cara a ese páramo de juegos infantiles en que han convertido lo que era una de las plazas con más solera y con más alma de la ciudad.
La historia de la Plaza de San Pedro también está sembrada de pequeñas batallas, las que en otro tiempo mantuvieron sus vecinos para adecentar el lugar y que no se convirtiera en un basurero público ni en un refugio de vagabundos y maleantes. A comienzos del siglo veinte, estaba todavía en pie el urinario en forma de garita que el Ayuntamiento de Almería había colocado unos años antes por tratarse de un lugar estratégico en el centro de la ciudad, un escenario de gran tránsito al ser el paso hacia la nueva Plaza del Mercado y por estar ubicada allí una de las principales paradas de carruajes.
En 1902, los vecinos se cansaron del urinario y sobre todo de una imagen que se repetía a diario, la de los usuarios que orinaban y se exhibían a la vez, unos por afición y otros porque el biombo que cubría la cabina era insuficiente, ya que la tapaba únicamente por un lado, dejando dos costados al aire libre, a la vista de cualquier vecino que se asomara al balcón. El panorama no resultaba agradable para los residentes de la histórica plaza, que desde sus ventanas podían contemplar con claridad como meaba fulano o si mengano llevaba los calzoncillos limpios o llenos de lamparones.
El problema se agravaba por la existencia, en una de las casas que estaban pegadas a la fachada de la iglesia, de un colegio de señoritas desde cuyos salones se tenía una vista privilegiada del urinario, precisamente por uno de los costados que estaba desprotegido, lo que permitía a las alumnas ver con claridad a todo el que por allí se acercaba a hacer sus necesidades y al que aprovechando la coyuntura mostraba sus genitales sin ningún pudor. Estas escenas se sucedían con tanta frecuencia que los profesores del centro optaron por cerrar bien los balcones y prohibir que se abrieran en horas de clase, lo que suponía un serio inconveniente cuando llegaba el calor. El urinario también molestaba a la Iglesia. El párroco de San Pedro se quejaba amargamente de los malos olores que despedía la cabina, que constantemente tenía que ser revisada por los operarios municipales por culpa de los frecuentes atascos que sufría. Decía el cura que por mucho incienso que gastara en purificar el ambiente dentro del templo, el mal olor de los orines acababa triunfando.
Una comisión de vecinos, formada mayoritariamente por mujeres de intachable conducta moral, remitió un escrito a las autoridades pidiendo la retirada del urinario, ante la protesta de los cocheros que eran sus principales usuarios. Unos años después, el hueco que dejó el urinario se aprovechó para instalar un pequeño negocio espiritual. La señora Serafina Cortés de Cassinello, presidenta de la Acción Social Católica de la Mujer, había puesto en marcha unos meses antes en un local de la Plaza de San Pedro la llamada ‘Biblioteca de las Buenas Lecturas’ o ‘Biblioteca Popular’, con la intención de fomentar entre la juventud el hábito de la lectura, infiltrando a su vez ideas de moralidad.
Eran años complicados por el auge de la pornografía, que se vendía de tapadillo en los kioscos y en los puestos de libros de segunda mano. Para contrarrestar su influencia, la Iglesia puso en marcha su biblioteca católica donde todos los libros que se prestaban pasaban por la correspondiente censura. En el mes de febrero de 1928, la Biblioteca Católica’ se estableció en el kiosco de la glorieta gracias a la gestión realizada por la comisión de mujeres cristianas encabezas por Serafina Cortés Cassinello, Ana Godoy de Rovira, Carmen Ochotorena y Piedad Ramírez. Su objetivo era la difusión de lecturas ‘sanas e instructivas’ para alejar a los jóvenes de las temibles garras del erotismo y la pornografía que con tanta fuerza se estaban imponiendo en la sociedad almeriense de la época.
El kiosco permaneció durante décadas en una de las esquinas de la plaza, convertido con los años en un bazar de santos, catecismos y devocionarios.
El mismo año en el que se puso en marcha el kiosco de la moral y las buenas lecturas, el ayuntamiento acometió una de las reformas más importantes que se han hecho en la Plaza de San Pedro. El proyecto de embellecimiento pasaba por la construcción de una rosaleda con ladrillo visto, pérgolas de cemento armado, bancos de azulejos, asientos circulares de azulejos y ocho arcos dobles de hierro para enredaderas. Lo único que se mantenía en pie en el ornato de la glorieta era la vieja fuente que había sobrevivido desde los tiempos de Isabel II.
Las obras costaron cerca de siete mil pesetas y estuvieron supervisadas por el arquitecto municipal, Guillermo Langle, que tenía una estrecha vinculación con la Plaza de San Pedro por ser el territorio de sus juegos infantiles y el horizonte más cercano que contemplaba desde las ventanas de su vivienda familiar en la calle de Torres.
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