Cuando llegaba el mes de mayo por los barrios aparecía la tradición de vestir de maya a una niña. Se necesitaba un vestido de gitana, una flor en la cabeza y la cara bien pintada para llamar la atención, además de una silla y una colcha para adornar el improvisado trono que se colocaba siempre junto a una ventana retocada con geranios.
La costumbre de las mayas era más un juego infantil que una fiesta popular. Casi todos los que fuimos niños en los años sesenta nos apuntamos alguna vez a pedir una pesetica para la maya a todo el que pasaba por delante del altar. No pedíamos un gran botín, nos conformábamos con poco, unas cuantas monedas, las suficientes para que a la hora de hacer el reparto entre la pandilla tuviéramos suficientes para ir al kiosco más cercano a comprarnos una bolsa de pipas y unos cuantos caramelos.
El vestido de gitana era una prenda que se utilizaba entonces en momentos especiales. Ninguna niña se vestía de gitana para ir al colegio o para salir a jugar a la calle. Había quién lo lucía para las mayas aunque la mayoría se lo guardaba para esas fechas señaladas en rojo en el calendario sentimental de los almerienses que eran los días de la feria. Recuerdo con qué ilusión se preparaban el vestido de gitana las niñas de mi barrio. Cómo iban reuniendo, poco a poco, todos los componentes, desde los zapatos hasta las peinetas y las pulseras, hasta que por fin lo completaban. Había dos días especiales para lucir los vestidos: uno era el de la cabalgata anunciadora de las fiestas, en la primera tarde de feria, y otro el lunes de la batalla de flores.
Cuánto nos gustaban a los niños aquellos uniformes. El vestido de gitana convertía a las niñas en adolescentes, les añadía un punto de pubertad que las hacía más atractivas, como si hubieran dado un misterioso estirón la noche antes.
Nuestra costumbre se quedaba solo en eso, en aquella moda del vestido y todos sus complementos, que se heredaba de generación en generación. Las fotografías de los años de la posguerra ya nos hablaban de la ilusión de las jóvenes almerienses por salir a la calle con aquellos espléndidos vestidos de gitana con el que tanto lucían montadas en los coches de caballos, subiendo y bajando el Paseo. Aquellos vestidos de gitana de la posguerra tenían además la virtud de que eran elaborados por las mismas madres o por la modista del barrio en una época donde hasta la ropa interior se confeccionaba de manera artesana.
Nuestra tradición del vestido de gitana se mantuvo con fuerza. No solo sobrevivió a los cambios que se vivieron en la feria a lo largo de los años, sino que llegó a vivir grandes momentos de esplendor cuando allá por los años ochenta llegaron las sevillanas y con ellas el nuevo baile de moda.
Bailar sevillanas fue una auténtica revolución que se extendió por toda la geografía nacional en un tiempo en el que las ferias se globalización y quisieron ser como la de Sevilla. La moda de bailar sevillanas encontró un terreno bien abonado en Almería, coincidiendo con una nueva forma de entender las noches de feria. Pasamos de los cacharricos, los bocadillos de los Díaz y la tómbola, al boom de las casetas, auténticos templos de las sevillanas.
Todo el que montaba una caseta tenía claro que para triunfar tenía que tener como plato fuerte un gran repertorio de sevillanas, así que acabamos todos enganchados, convirtiendo aquellas coplas del “adiós” y del “mírala cara a cara” en auténticos himnos.
Fue una epidemia vertiginosa. En un par de años todo el mundo se atrevía con las sevillanas y las muchachas hacían auténticos encajes de bolillo como si no hubieran hecho otra cosa en su vida que bailar. Fueron los años de las academias, en las que ellas y ellos se pasaban todo el año ensayando para después lucirse con esplendor tanto en las cruces de mayo como en las interminables noches de feria.
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