Recuerdo que en mi infancia todavía quedaban algunos de aquellos negocios que eran más bodegas que bares, auténticos refugios masculinos donde el olor del vino lo impregnaba todo, desde los taburetes hasta los almanaques pasados de fecha que había colgados en las paredes.
Su éxito no se basaba en la decoración, ni en su ambiente selecto, ni en una delicada carta, ni siquiera en una larga lista de tapas escritas sobras una pizarra con letra borrosa. Su éxito estaba en su condición de guarida perfecta donde iban los hombres después del trabajo a olvidarse del mundo frente a una botella de vino compartida y unas tapas rudimentarias, que a veces no pasaban de garbanzos y cacahuetes.
Me vienen a la memoria algunos de aquellos establecimientos que en otro tiempo le dieron nombre a la ciudad, no diría yo que alcanzando fama nacional, pero si puedo asegurar que no hubo cochero, ni barrendero, ni basurero, ni cargador de la alhóndiga que no los tuviera inscritos en su lista de lugares sagrados.
En esa lista de recintos especiales estaba el bar Estiércol, un lugar de referencia en los años 50 y 60. El Estiércol, como se puede intuir por su nombre, no era un bar de lujo ni un merendero familiar de domingos y festivos. No tenía ningún tenedor, en el más amplio sentido de la expresión, ya que el dueño, el Calero, se cansó de que se los llevaran los clientes y en vez de tenedores ponía palillos de los dientes. El bar Estiércol era una bodega de carretera, frente al Barrio de Regiones, instalada en una habitación con una humilde barra de madera y una estantería llena de botellas de anís y coñac que disimulaban las grietas de la pared. En una pizarra que tenía colgada del tabique principal, el Calero escribió una de las frases que después se popularizaron por otros bares de Almería. La frase decía: “Si bebes para olvidar, paga antes de empezar”. Tenía otro cartel en el cuarto de aseo que hizo historia: en una de las paredes laterales del váter colocó un letrero con letra tan pequeña que para leerlo había que girar todo el cuerpo. En el mensaje ponía la frase: “Te estás meando fuera, guarro”. Además, de bar, el Estiércol era una escuela de filosofía.
En mi barrio, en la calle de la Almedina, los jóvenes de mi generación conocimos otro bar que podía figurar en la lista de excelencias de cualquier capital gastronómica. Le llamábamos el Sola y era un recinto heterodoxo donde se mezclaba la juventud revolucionaria de los primeros años de la Transición con la vieja guardia vinagrera del barrio. Una de las tradiciones del Sola era tirar las servilletas de papel al suelo. El día que un cliente tuvo el detalle de regalarle al dueño una papelera de plástico, le puso encima una maceta. La plancha del sola era famosa por las capas que había ido acumulando.
No se quedaba atrás en solera el bar Garrote, que estaba en los soportales de la Plaza Vieja. No era un lugar de comuniones, ni de bodas, ni tampoco de comidas de empresas como alguno pudiera pensar. El Garrote, como su propio nombre indica, era un bar de batalla, para tipos duros curtidos en las copas de anís y en los ponches. A los niños del barrio nos gustaba asomarnos a la puerta del bar, que siempre estaba abierta, porque si había un hombre bebiendo al lado siempre había una señorita que lo acompañaba y no sé por qué motivo a los niños de mi barrio nos gustaba tanto mirar a las señoritas.
Las señoritas del Garrote eran muy distintas a las señoritas que nos daban clase en el colegio. Eran como más de calle, con menos horas de gramática, con mucha menos sintaxis y menos retórica, más campechanas, más pegadizas. Daba la impresión de que a ellas les importaba poco donde nacía el Ebro o cómo se llamaba el padre de Carlos III. Por las tardes, cuando había negocio, los niños nos sentábamos en la puerta por si se escapaba una propina de algún cliente generoso.
También tenía su gracia, una vieja bodega que estaba situada en la calle Juez, detrás del Ayuntamiento, que era conocida popularmente con el nombre de ‘las cortinillas’, en honor a las colgaduras que adornaban sus puertas. Allí paraban mucho los barrenderos cuando al terminar la faena se reunían en el mostrador para limpiarse el alma a fuerza de chatos de vino y conversación.
Recuerdo aquella bodega escondida como un lugar solitario que conservaba una magia antigua que mantuvo hasta el último momento, cuando al negocio se le había acabado su tiempo y ya no le quedaba otra salida que echar el cierre.
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