La presencia de Dios en los toros

El Padre José Berná iba a la plaza por si algún torero necesitaba su ayuda espiritual

El Padre José Berná de los Franciscanos en la Plaza de Toros en 1963.
El Padre José Berná de los Franciscanos en la Plaza de Toros en 1963.
Eduardo de Vicente
01:59 • 24 ago. 2023

Aunque no soy aficionado a los toros, en las dos ferias que tuve que trabajar escribiendo crónicas sobre el ambiente taurino pude percibir desde el primer momento que aquel recinto estaba impregnado de una mística casi sagrada y que el lugar reunía todas las condiciones para que los dioses camparan a sus anchas. La fe, el miedo, la superstición, el triunfo de la vida sobre la muerte, y hasta la cerveza fresca del descanso, formaban parte de un ritual ancestral que permanecía intacto por los siglos de los siglos y no dependía del triunfo de ningún torero.



La presencia de Dios en la Plaza de Toros era innegable. Impresionaba acercarse a la capilla y ver a un joven torero cargado de estampas invocando a Dios y a la Virgen para que estuvieran de su parte. En los años sesenta uno de los inquilinos habituales del coso era el Padre Franciscano José Berná, que unos minutos antes del comienzo de la corrida aparecía por los pasillos de la plaza con su séquito de frailes para darle cobertura espiritual al diestro que lo requería. Había quien decía que era un recurso para colarse y ver la corrida en primera fila, pero no era verdad, en el fondo aquellos ‘pastores’ iban guiados por la necesidad de echarle una mano al prójimo y reconfortarlo espiritualmente antes de salir a escena a jugarse el tipo.



Fernando Díaz Gálvez, el aficionado más  veterano que sigue asistiendo cada Feria a los toros, me cuenta que antiguamente era frecuente que un torero o un subalterno se confesara antes de salir al ruedo. Era una forma de ganarse el beneficio del Todopoderoso, y en el caso de que no existiera, una buena manera de concentrarse y de salir con la conciencia tranquilla a jugársela delante de un animal de 500 kilos.



El Padre Berná debía de saber mucho de toros, pero más aún de miedos, cuando uno de aquellos valientes desnudaba su alma delante del fraile tratando de ahuyentar la maldita sombra de la muerte, que como el franciscano, también acudía a la plaza todas las tardes de forma puntual. La fiesta es la lucha entre la vida y la muerte, una batalla que se nutre de pequeños dramas con sus miedos, sus supersticiones y sus fobias correspondientes. 



Hay un miedo compartido, ceremonial, que se puede tocar con la yema de los dedos porque ronda por los tendidos como un testigo mudo e insobornable. Está siempre ahí, acechando detrás de cualquier lance, resguardado entre los instantes de silencio y el sonido que deja el toro al rozar el capote. 



Quizá, cada plaza tenga sus propios miedos que se conservan como en un eco de años comprimido junto a las emociones que generaciones de aficionados han ido acumulando en el ambiente. Puede que sea el dios del lugar, omnipresente como un hierro que va marcando la identidad de cada plaza. Se palpa en el aire, su presencia es una mezcla de miedo individual y euforia colectiva. En el fondo de todas las fiestas se ocultan siempre pequeñas tragedias. Cada uno de los actores que hacen posible este gran teatro lleva un rosario de miedos en el bolsillo mezclado con un puñado de ilusiones



Donde más se siente el miedo es en el patio que lleva a la enfermería y a la capilla. Los toreros que entran y se van directos a rezar porque en esos momentos necesitan creer en algo más que en sus facultades porque ni la técnica ni siquiera la valentía parecen suficientes cuando la vida está en juego. La fe no es más que una sobredosis de adrenalina espiritual para afrontar los momentos más complicados que te va dejando la vida.



En aquellas tardes de toros de los años sesenta, los frailes Franciscanos iban por la plaza llevando la esperanza de la fe, lo mismo que lo hacían cuando recorrían las cuevas del barrio del Quemadero y los rincones más apartados de la Fuentecica. La diferencia fundamental es que el torero se conformaba con la palabra, con que el fraile le pusiera en paz con Dios, mientras que a los pobres de las chabolas el discurso de Jesucristo se quedaba vacío si los del hábito no lo adornaban con una olla de comida y una buena cesta de embutidos.


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