Había una tarde en la que no ibas al colegio, una de esas tardes de décimas de fiebre sin termómetro, cuando tu madre te ponía la mano en la frente y valoraba si estabas para coger la cartera y volver a la escuela o si por el contrario tenías que quedarte en la casa y guardar cama.
Una tarde de diario sin escuela era como habitar un mundo que no te pertenecía. La casa y todos los rincones que formaban parte de tu inventario infantil te parecían extraños a esa hora de la tarde en la que tu sitio estaba en la banca y en el pupitre.
La casa, a las cuatro de la tarde de un lunes cualquiera era un territorio reservado a las madres, que a esa hora reinaban a sus anchas sin parar de trabajar mientras sonaba una radio de fondo.
Había una tarde en la que no ibas al colegio y protegido bajo las mantas, con la fiebre revolviendo todos tus sentidos, te quedabas a medio camino entre el sueño y la realidad. Entre mis primeros recuerdos infantiles está la de una de aquellas tardes de invierno en la que una gripe me dejó sin colegio y me sentía un extranjero en mi propia cama. Tenía que estar en la escuela, esperando la hora de la salida para jugar en la calle y sentirme vivo, y la enfermedad me condenaba a un silencio al que no estaba acostumbrado, un silencio que hubiera sido insoportable de no ser por las voces de las mujeres y de los hombres de la radio que se escapaban por los agujerillos de la transistor Iberia que presidía el comedor. Eran historias de amores imposibles, de esperanzas truncadas, donde las mujeres siempre lloraban por un hombre y los hombres siempre parecían estar de paso.
Aquel aparato fue el más importante de mi casa hasta que llegó la tele, tanto que los niños teníamos terminantemente prohibido manipularlo, por lo que cada vez que se nos presentaba la oportunidad, cuando nos quedábamos solos, lo abordábamos con decisión, buscando la emoción de las emisoras lejanas que iban apareciendo en antena.
En los años cincuenta y sesenta los aparatos radiorreceptores de la marca Iberia estaban presentes en casi todas las casas de Almería. La familia que conseguía ahorrar para comprarse la radio había dado un paso adelante indiscutible, tan grande como el día en que llegó el primer televisor.
Las radios Iberia eran más económicas que las Telefunken o las Philips, porque se fabricaban en Barcelona. La primera tienda que las vendió en Almería fue la Casa Ciclista López, de la calle Granada, que las trajo en 1948. Dos años después, en 1950, su distribución cambió de manos y fue Mario Torres Gázquez, el dueño de Bazar Almería, el que se encargó de popularizarlas y llevarlas por todos los rincones de la provincia.
Las radios Iberia de Bazar Almería se anunciaban diciendo que tenían “doble conversión y ocho bandas de ondas”, características que anunciaban su indudable calidad y que dejaban a cualquiera con la boca abierta aunque nadie supiera lo que era aquello de la doble conversión ni lo de las bandas.
Para la Navidad de 1953, Bazar Almería hizo una apuesta especial por las radios Iberia, llenando los escaparates de sus tiendas del Paseo y de la calle de las Tiendas de aparatos y poniendo en marcha la campaña ‘En el país de las mil y una radios solo Iberia es Maravillosa’. La radio Iberia era el regalo más deseado en el concurso ‘El frasco misterioso’, que la empresa de Mario Torres promocionó entre sus clientes. En es escaparate de la tienda del Paseo, junto a una radio Iberia, colocaba un tarro de cristal lleno de bolas para que la gente rellenara la quiniela en la que tenía que acertar o aproximarse al número de bolas que contenía el recipiente.
Cuando la furgoneta de Bazar Almería llegaba a un pueblo para entregar un aparato de radio, los vecinos se iban en procesión detrás del repartidor sabiendo que llevaba algo extraordinario que les iba a cambiar la vida. Una radio en un comedor era un acontecimiento grandioso, sobre todo cuando la gente se citaba junto a la ventana para escuchar los discos dedicados o las retransmisiones de las corridas de toros.
Aquellos aparatos de radio de la marca Iberia empezaron a perder protagonismo cuando en 1958 el dueño de Bazar Almería trajo los primeros televisores. Fue un atrevimiento porque su precio era inalcanzable para la mayoría de las familias y porque para qué queríamos una tele si no teníamos un poste que emitiera la señal con garantías.
Entre el precio y lo que representaba, el primer televisor llegó rodeado de una aureola mística. La gente se pasaba por las tiendas de don Mario para contemplar con la boca abierta aquel invento que según contaba la prensa, te permitía ver lo que estaba pasando en esos momentos en la corrida de toros de Madrid o en el Santiago Bernabéu. El precio también era una locura. La primera tele que vino a Almería fue de la marca Telefunken, de cuarenta y tres centímetros de diagonal, y costaba 23.782,75 pesetas, una cantidad estratosférica teniendo en cuenta que el sueldo de un maestro de escuela, por poner un ejemplo, no llegaba ni a las dos mil pesetas mensuales a finales de los años cincuenta.
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