Si uno se sitúa enfrente de la ermita de San Antón mira hacia arriba y derrocha una cucharada de imaginación, podrá sentir que está delante del origen de la ciudad, de los primeros asentamientos que formaron un barrio bajo las murallas de La Alcazaba. A pesar del deterioro que el progreso ha ido creando en la zona, atroz, brutal, inhumano, todavía quedan rincones que mantienen esa esencia de lugar remoto donde los siglos han ido dejando su poso de historias.
A mediados del siglo diecinueve, la Plaza de San Antón, hoy convertida en una calle más, era el corazón del barrio cuando la Plaza de Pavía sólo era un llano deshabitado que se asomaba a las cuestas del Muelle y a las cuevas de La Chanca, una explanada solitaria donde al atardecer bajaban los vecinos del Reducto a hacer sus necesidades.
En 1850, casi un centenar de almas habitaban las casas de San Antón, formando una aldea en torno a su ermita. En aquellos años, sus fiestas del mes de enero eran de las más celebradas de la ciudad, a las que acudían gentes de todos los barrios. Las mujeres lucían sus mejores ropas y lustrosas joyas, los coches de caballos más lujosos recorrían las calles de La Almedina y alrededor de la plaza se montaban puestos de turrón, almendras tostadas y garbanzos.
Cuando se hacía de noche, sonaban las guitarras y las castañuelas, mientras la luz de las hogueras iba iluminando el cielo con un resplandor de fuego que se reflejaba en el mar. El día del santo, las mujeres le daban vueltas a la plazuela en señal de penitencia y en el patio de la ermita se exhibía una mesa donde devotos y devotas iban depositando monedas, objetos y alimentos que después se rifaban entre las familias más necesitadas.
Hasta la Plaza de San Antón llegaban los buhoneros para vender sus productos milagrosos, llenando de tenderetes todo el perímetro. Se hicieron muy célebres las pócimas y los ungüentos que preparaba la ciega Antonia Silva, una visionaria que siempre tenía un remedio a mano para curar el mal de ojo y ahuyentar el mal de amores. La ciega vivió hasta finales del siglo diecinueve en una de las casas cercanas a la ermita. Sus fórmulas de curandera estuvieron vigentes en el barrio hasta hace sesenta años.
La ermita no sólo fue el refugio espiritual de los vecinos de San Antón, sino que también se convirtió en lugar de acogida para las hermanas Clarisas que ocuparon las casas del edificio desde 1877. El suyo fue un largo peregrinar que había comenzado en 1835, cuando en cumplimiento de la Ley de Desamortización, las monjas de Las Claras fueron obligadas a dejar el convento, siendo acogidas entonces en el de Las Puras, donde el número de religiosas había sufrido un importante descenso.
En 1875, cuando José María Orberá y Carrión fue nombrado obispo de Almería, se planteó, como uno de los objetivos que había que conseguir cuanto antes, intentar encontrar un lugar apropiado para que las Clarisas pudieran recuperar su independencia. Fueron dos años de búsqueda hasta que por fin, el 15 de octubre de 1877, las monjas fueron instaladas en una de las casas contiguas a la ermita.
En la última década del siglo diecinueve, la comunidad de religiosas refugiadas en San Antón la formaban seis monjas dirigidas por Sor Dolores, la Superiora. Sor Francisco Orta y Sor Piedad Hernández eran las encargadas del torno; Sor Encarnación Llorente tocaba el órgano y Sor Clara y Sor Araceli eran las hermanas cantoras. La más joven era Sor María Gracia Cortés, nacida en 1867, que se encargaba de servir a la comunidad en los trabajos caseros.
Las Clarisas de San Antón formaron parte del barrio durante veinticinco años. Sin apenas ayudas económicas, sobrevivieron gracias a la generosidad de muchas familias y también al trabajo que realizaron. Eran grandes bordadoras que cosían para la calle y expertas en repostería, por lo que en Navidad fabricaban mantecados y yemas de excelente calidad. El día del Santo, durante la celebración de la Misa, las monjas le daban realce al acto formando un coro de bellas voces que junto a la música del órgano inundaba la plazoleta donde se agolpaban los fieles que no cabían en la ermita.
Las fiestas de San Antón se convirtieron en un ritual que no dejó de celebrarse ningún año, aunque en 1882 estuvieron a punto de suspenderse cuanto en la tarde del 16 de enero, mientras se quemaban los fuegos artificiales enfrente de la ermita, un hombre perdió una mano por culpa de un cohete. Las celebraciones se cargaron de solemnidad en 1908, cuando siendo obispo, Vicente Casanova y Marzol, se inauguró en el patio de la ermita una gruta con la Virgen de Lourdes para conmemorar el cincuenta aniversario de su aparición.
‘San Antón’ mantuvo sus ritos y sus tradiciones, aunque con los años fue perdiendo popularidad, sobre todo durante la República, cuando la celebración religiosa no salió del templo. El 20 de julio de 1936, dos días después del levantamiento militar que originó la guerra civil, la ermita fue incendiada por el mismo grupo de exaltados que unas horas antes había quemado la iglesia de San Roque.
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