La otra noche, en su Centro Cultural, Garrucha se convirtió de nuevo en La isla del tesoro. Allí no estaba, esta vez, Orson Welles con su mono y su loro, ni el Muelle era Bristol, ni los piratas iban a beber ron donde Pedro Visiedo. No, ya no estaba todo eso como 50 años atrás. Pero lo que si estaba era el tesoro, en esa isla cultural donde estuvo antes la antigua Terraza Cinema. Allí, colgada de sus paredes, frecuentada por decenas de personas hipnotizadas por las imágenes, apareció una Garrucha recién estrenada como un amanecer, perseguida por primera vez por cientos de ojos de nativos y veraneantes que asistían a ese descubrimiento con la misma hambre voraz de los primeros que van a ver un estreno cinematográfico.
Ahí están prendidas de forma milagrosa todas esas escenas costumbristas de la “bella playa levantina”, todas esas alhajas en forma de imágenes repentizadas, que han aparecido como apareció la Virgen de Lourdes, todas esas joyas congeladas y emergidas ahora de forma prodigiosa fruto del azar y la necesidad de Demócrito, justo en el lugar en el que fueron engendradas cuando alboreaba el siglo XX, tras un largo viaje de ida y vuelta.
Como artífices de ese gran tinglado fotográfico, de esa gran tramoya recuperada de horizontes antiguos de Garrucha, de personajes incógnitos, de escenas costumbristas que ya se fueron, estaban, en la presentación, además de un nutrido enjambre de espectadores, los comisarios Juan Grima Cervantes y Federico Moldenhauer, el general José González Soler y su hijo -descendientes del autor de las milagrosas fotografías, José González Billón- la alcaldesa de Garrucha, María López, y el concejal de Cultura Ángel Capel. Flotaba en el aire la ausencia del otro miembro del comisariado, el artista asturiano afincado en Santander, Raul Hevia, quien no pudo asistir por razones de salud.
La alcaldesa se congratuló de la labor realizada para recuperar ese arsenal de imágenes de Garrucha y para mostrarlas a los garrucheros y visitantes del municipio. González Soler, pariente del fotógrafo, se emocionó recordando a su abuelo de quien conocía su arte con los pinceles y no tanto con el objetivo fotográfico, habló de él con pasión, con ternura, de cómo iba a copiar obras al Museo del Prado, de cómo falleció en el año 1946 llorando con el retrato en las manos de un hijo desaparecido.
Juan Grima, el auriga que ha guiado esta hercúlea labor de recuperación cultural compuesta por más de 200 negativos originales de González Billón, agradeció el esfuerzo del Ayuntamiento para colaborar en la financiación de la exposición, también el de su compañero de comisariado Federico Moldenhauer: “Ha trabajado como una mula”. Enfatizó la generosidad de los herederos. los hermanos González Soler, González Ruano y González Casanova a la hora de donar pinturas y fotografías de su antepasado para la exposición y sobre todo subrayó el papel crucial de Raúl Hevia como descubridor de estas imágenes de Garrucha y por haber facilitado altruistamente una copia de este valioso fondo fechado entre 1903 y 1906, que estará expuesto para su disfrute sensual hasta avanzado el mes de septiembre, complementado por un catálogo que es esperado como agua de mayo.
Raul Hevia (Oviedo, 1965), colonizador de estas estampas, es un artista plástico que obtuvo en 2018 el premio Bellas Artes de Cantabria. Sin él no hubiera sido posible que esta bacanal pantragruélica de imágenes del pasado de Garrucha hubiera brotado para el deleite colectivo actual.
La historia del hallazgo
La historia de este sensacional ‘hallazgo arqueológico’ es la siguiente: un día de 2015, el artista asturiano Raúl Hevia husmeaba como de costumbre por el viejo rastro de Gijón. Era una mañana de canícula y el autor deambulaba sudoroso entre los puestos ambulantes, entre baúles y cachivaches de esos que menudean en todos los baratillos del mundo: viejas lámparas de aceite, jarroncitos chinos, bargueños deteriorados, papeles amarillos… hasta que olfateó una decrépita caja de zapatos cerrada con una goma. - “¿Puedo abrirla?”. - “Puede”.
Y lo que albergaba dentro ese cofre de cartón, como en un viejo galeón hundido en el océano, era un tesoro enterrado durante una eternidad. Allí había una colección de más de más de 200 negativos de vidrio a la gelatina en varios tamaños, en varias cajitas. Llegó a un trato con el buhonero -que se empeñaba en venderlo todo junto para respetar el principio de procedencia- y con paciencia mineral fue revelando los clichés hasta descubrir un mundo insólito, desvanecido desde muchas décadas atrás, unas imágenes arcaicas pertenecientes a un paisaje a más de mil kilómetros de distancia de ese rastro asturiano.
En esas estampas de otro tiempo recién resucitadas palpitaba la meridional Garrucha -aunque Hevia no lo supiera aún- la mar del Levante almeriense, como era hace más de un siglo; allí estaban, atrapados en destellos, los balandros de entonces, la arena mojada de entonces, las calles de entonces; allí estaban, suspendidos en el tiempo, chispazos de pescadores descalzos tirando del copo, ráfagas de mujeres paseando con sombrilla por la playa, el contorno de un albéitar calzando la herradura de una mula, porteadores de cajas de naranjas con el cuello uncido al yugo de una maroma, carabineros descansando en la paz de la arena húmeda, gallinas triscando en la calle mayor de un pueblo sureño, vendedoras enlutadas de verduras bajo primitivos toldos de cáñamo.
Investigó sin desmayo, Hevia, hasta dar con la identidad del autor de esos disparos de haluro de plata, teniendo como referencia un albarán fechado en 1924 en el fondo de la caja a nombre de un tal ‘J. González Billón’ emitido por una tienda de fotos de Madrid denominada Viuda de Braulio López por unos trabajos de ampliaciones. Había también un escurridor de madera plegable para negativos, una prensa de madera para copias de contacto, pares estereoscópicos y el dibujo sin firma de un barquito velero.
Nunca se supo cómo había llegado ese archivo de vidrios ajados a la guarida de aquel remoto mercadillo gijonés, pero sí quién era el artífice de esa colección de deliciosas imágenes regionalistas datadas entre el año 1903 y 1906, a la que alguno de sus herederos quizá no le había concedido demasiado valor y se había desprendido de ellas con deportividad, pensando que eran solo cachivaches polvorientos del abuelo.
En octubre de 2017 y hasta diciembre de ese mismo año, Hevia, una vez desentrañado todo el misterio de las fotos, ordenado, limpiado e inventariado el sensacional hallazgo, montó una exposición en el Centro de Arte del Faro Cabo Mayor de Santander titulada ¡Que sea mar! con todo ese ajuar fotográfico hasta entonces inédito y editó un delicioso catálogo. El éxito fue absoluto a 800 kilómetros de Garrucha, a donde llegaron los ecos a los pocos días a través de las publicaciones en las redes sociales del Centro de Documentación de la Imagen de Santander acompañadas de varias reseñas del periódico de referencia de la ciudad, el Diario Montañés, al que siguió en el verano de 2020 un artículo con unas cuantas de esas inéditas fotografías de Billón y el relato de los hechos en el periódico La Voz de Almería.
Hace unos meses Juan Grima, junto a Federico Moldenhauer, comenzaron a trabajar con ahínco para traer a Garrucha las fotografías del marino expuestas en Santander, a quien ya conocían desde los años 90 en su faceta de pintor por los cuadros de su nieto y como presidente de la Sociedad de Salvamento de Náufragos de Garrucha. El editor Grima, potro desbocado cuando se propone una meta, propuso al consistorio de Garrucha traer la exposición de Billón al municipio, viajó a Santander a conocer a Hevia y consiguió una copia de esos fabulosos negativos de Billón, que ahora relucen en el Centro Cultural y que tendrán su complemento con un próximo catálogo. La sala se ha dividido en diez secciones, con paneles ilustrativos para una mejor comprensión. Se exponen más de cien fotografías seleccionadas de la Colección Billón cedidas por Hevia y 14 cuadros al óleo, además de otras imágenes dejadas por la familia, junto a una colección de cámaras antiguas propiedad del fotógrafo Rodrigo Valero y una colección encuadernada del periódico local, El Eco de Levante, de Federico Moldenhauer Carrillo. Grima -quien tiene varios libros editados sobre la historia de Garrucha a través de sus imágenes y documentos- recuerda que “estábamos acostumbrados a ver fotografías de Garrucha en las que los protagonistas eran familias pudientes, porque eran las únicas que se podían permitir hacerse retratos, por lo que el material de Billón tiene aún más valor, al mostrar escenas de pescadores dedicados a sus faenas, a mineros, cargadores de barcos, arrieros, lavanderas y otros oficios humildes y este legado debía ser mostrado en el lugar donde fraguó”.
Quién era José González Billón
José González Billón (Palma de Mallorca 1862-Madrid, 1946) fue un marino de la Armada que alcanzó el grado de contralmirante y que recorrió distintos puertos de España como comandante de Marina. Fue aficionado autodidacta a la pintura y a la fotografía que utilizaba como boceto para sus composiciones al óleo. Hizo la Instrucción en El Ferrol como guardiamarina y después de tres años en Filipinas, regresó a la Península.
Se casó en 1888 con Carolina Bans Mañés, hija de Antonio Bans Mejías, jefe de Aduana de Almería, y fue destinado como ayudante de Marina, con rango de teniente de Navío, a Garrucha, en 1903. En esa misma rada estaba también desde 1900 como Vista Aduanas, procedente de Cartagena, su cuñado Antonio Bans Mañés, una de cuyas hijas, María, se casó con el cuevano Francisco Soler y Soler, rico propietario del distrito minero de Almagrera. La tarde de invierno del 24 de enero de 1903, el mismo día que moría el ilustre Antonio Abellán Peñuela, Marqués del Almanzora, con casona en Garrucha, llegó Billón y su familia en una diligencia cargada de baúles a una fría casa del Malecón batida por el viento de levante. Allí organizó su nuevo hogar, allí nació su hijo Raimundo -llegó a tener ocho- y allí atendió a sus funciones como jefe marítimo y como presidente de la delegación local de la Sociedad de Salvamento de Náufragos.
Su pericia como marino y su conocimiento del idioma inglés, junto al francés, fueron cruciales para salvar a la tripulación de un buque de bandera británica, el Putney Bridge, que había encallado cerca de la costa una noche de fuerte de oleaje. Puso también Billón la semilla de lo que luego fue el Pósito de Pescadores de Garrucha, constituido en 1920 por Joaquín Escobar, y promovió la reserva de espacio para un pequeño cementerio inglés para náufragos extranjeros a quienes el sacerdote no autorizaba que fueran inhumados en el camposanto católico. Era el tiempo de una Garrucha caciquil, controlada por el conservador Manuel Giménez Ramírez como diputado de Distrito. Billón, un marino liberal, se enfrentó en numerosas ocasiones por cuestiones de intendencia con el alcalde de turno, el gimenista Martín García Cánovas alías el Changuero, de oficio tabernero, quien cesó por orden gubernativa en mayo de 1905 dando paso a José López López, un delfín de Simón Fuentes Caparrós, otro de los prebostes locales de la época. De esa época es una de las fotografías más excitantes de la exposición, que hace de pórtico de la muestra, de autor desconocido, puesto que él propio Billón posa en el retrato. Se trata de una imagen frente a la Caseta de Salvamento (actual Pósito)- que se acababa de reconstruir sobre los cimientos de una edificación anterior más endeble- en la que se ve una muchedumbre en un acto público con motivo de la entrega de un diploma al niño alemán Siegfried Teichgraeber, hijo del empresario minero Jorge Teichgraeber, quien salvó la vida en el mar del niño de cinco años Francisco Progeo. En el centro de ese retrato coral se ven los protagonistas: el propio ángel salvador al lado de Billón, del alcalde y de decenas de vecinos humildes de la época arremolinados frente a la cámara armada sobre un trípode.
Billón, en la casa que alquiló frente a la Caseta de Sanidad, habilitó un estudio para pintar al óleo donde instaló el caballete, las paletas y un cuarto para el revelado de las fotografías que tomaba con su cámara Kodak. Allí invitaba de vez en cuando a tomar el té a su cuñado Bans, a José Bueno y Cordero, profesor y editor del periódico local El Eco de Levante y al resto de sus nuevos amigos garrucheros. Se sentía tan a gusto el marino, que al año de su estancia en esa playa no dudó en solicitar una prórroga de destino.
En el tiempo libre que le dejaban sus tareas de despacho, Billón se armaba con su cámara de fotógrafo amateur como si fuera una carabina y salía a la calle a retratar el ambiente de los marineros varando las barcas sobre la arena, cuando aún no existía el muelle refugio. Su cámara atrapaba instantes de ese tiempo frecuentando por calafates fumando con la pipa en los labios y dando estopa y masilla a la cubierta, por mujeres que se bañaban en la orilla con enorme faldas y enaguas, por porteadores de sacos de harina y carbón que desembarcaban de los faluchos, por alguaciles vigilantes de las operaciones. También aparecen sus hijos retratados en la azotea con el mar azul a la espalda, las banderas de los viceconsulados ondeando al viento, la chimenea de la fundición San Jacinto, su propia esposa rodeada de niños y guarnecida con un enorme sombrero sobre la playa, los palos del embarcadero de la Compañía de Águilas sobre el escorial; y también hombres arreglando los palangres del atún, cobertizos de gallinas y melones en el mercado, pastores con rebaños de cabras de ubres prietas cuya leche fresca ordeñaban en streaming frente a las casas de los señoritos de Cuevas de las que salían sirvientas con un cacharro de latón para recoger la cosecha láctea; y también niños con gorra como hombres prematuros jugando a los naipes en los descampados o amenazando con una piedra a otro compinche, como Caín hizo con Abel en el edén. Siempre disparando la lente sobre esas gentes humildes para, después de obrar el milagro del revelado, reticular la imagen surgida y pintarla al óleo. Se puede decir que para Billón la fotografía era la harina con la que cocía a fuego lento la masa madre del pan de la pintura.
El marino consiguió hacer con todo ese cañamazo de imágenes emulsionadas un retablo de la Garrucha de nuestros antepasados, un verdadero patrimonio etnográfico resucitado del lecho de la historia gracias al olfato de sabueso de un artista asturiano.
Billón tuvo que abandonar Garrucha y pasó a otros destinos en Cartagena, San Fernando y La Habana y como Contralmirante fue nombrado director general de Navegación hasta que ingresó en la reserva en 1926 tras haber surcado mares de todos los continentes y haberse codeado con grandes pintores del momento. Los últimos años de su vida, hasta que cerró los ojos en 1946, los pasó en Madrid, haciendo copias de obras del Museo del Prado, leyendo el ABC, acordándose de aquellos días perfumados de salitre cuando detenía el tiempo con su cámara ante aquellas gentes humildes de la Garrucha más marinera que debieron mirar al señor Billón, armado con su trípode y con su lente, como si se tratase del mismísimo Mago de Oz.
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