Diario de una cuarentena (V): El último día en la tierra

La evasión es mi deporte favorito. Lo es durante todo el año. Más en estos días de encierro. Y esto que a lo largo de mi vida me ha traído algún problema ahora es casi un juego. Una vía de escape a mi último día en la tierra. La tierra tal y como la conocíamos antes de que llegase el maldito virus.

Fundido a negro. Hace un día de verano, hay bodegas y una terraza en un ático. Veo una caña en la barra, un jamón centenario y aceitunas de esas que luego te chupas los dedos. La luz del sur, buena conversación y risas. Estoy aquí, pero puedo ir a cualquier parte. Tengo planes encima de la mesa, la vida por delante. Pero todo está rodeado por una atmósfera enrarecida. En la partida de dominó, en el cajero automático y el grupo de afterwork hablan sobre un único tema. Cada vez hay menos gente en la calle. Algo va a saltar por los aires.

Vuelta a la realidad. ¿Y si ya no volvemos más a ese modo de vida? ¿Y si de verdad ha saltado todo por los aires? Me lo pregunto mientras recibo un mensaje: “¿Nos vemos luego en la gasolinera? Tú en el surtidor 1 y yo en el 6”. No puedo evitar romper a reír. Soy una chica a la que gustan las cosas sencillas, pero estoy a punto de celebrar que esta noche me toca tirar la basura y esto empieza a preocuparme.

Los días se estiran, parecen iguales. Como los veranos de la infancia, pero en un sentido feo y pegajoso. Incluso hay gente que todavía no se ha quitado el pijama. Y, sin embargo, la vida sigue: el hijo de Fani ayer cogió su primer juguete con la mano y su abuela no puede verlo más que en vídeo a pesar de vivir a cinco minutos andando. Jaime y su mujer las han pasado canutas ingresados en un hospital de Madrid, pero al fin han logrado llevarse a Sara sana y salva a casa. Ana ha convertido su academia de idiomas en un centro online en un tiempo récord. María Ángeles se ha transformado de la noche a la mañana en maestra de Primaria, monitora deportiva, técnico de actividades culturales y juez de ‘MasterChef Junior’. Emilia y sus tres hijos se turnan para tomar el sol en la ventana. Y Valeria, mi sobrina, ha recibido la visita del ratón Pérez, que no tiene que teletrabajar porque vive confinado en una pared a través de la que tiene acceso a las casas de todos los niños del mundo.

Son las ocho, la hora oficial del aplauso. La emoción de los primeros días ha mutado en una cosa loca, se ha ido de madre. “Me aburro”, grita uno. Suena un claxon de forma reiterada. Hay vecinos que silban. Un perro que ladra. A lo lejos, música trap. “¿Queréis callaros, coño?”, exclama otro. Esto es España, amigos. Con nosotros no puede ni el coronavirus ni nadie.