Los primeros anuncios que veíamos por televisión eran de tabaco, de aquellas cajetillas de tabaco rubio americano cuyo mensaje publicitario pasaba por una mujer rubia inalcanzable para nosotros. Nos contaban entonces que el tabaco era cosa de hombres, como el coñac Soberano, como las cuchillas Filomatic o como el fútbol.
El tabaco fue nuestro primer vicio compartido, a esa edad entre los nueve y los once años en la que aspirar a un cuerpo desnudo de mujer era una utopía y en la que el alcohol nos quedaba todavía muy lejos. Un cigarrillo unía al grupo, consolidaba los lazos de la pandilla infantil en torno a un secreto inconfesable.
Fumábamos a escondidas en el tranco donde menos luz hubiera o en alguno de los solares que se quedaban abandonados en medio de una calle cuando tiraban abajo un edificio. Fumábamos por el placer de lo prohibido y también porque en cada calada teníamos la sensación de que nos alejábamos de la infancia para rozar por primera vez el complicado y seductor territorio de la adolescencia.
Fumar nos hacía más hombres, pensábamos nosotros, y nos daba cierto glamour ante la mirada de las niñas. Nos sentábamos en el tranco y nos íbamos pasando el cigarrillo sin ningún protocolo sanitario, de boca en boca, en un tiempo en el que no sabíamos nada de virus ni de bacterias. Cuando le dábamos una calada profunda al cigarro poníamos cara de actores de cine, como la de Humphrey Bogart en Casablanca.
Nos hacíamos los chulillos pasándonos el cigarro, dándole caladas profundas que nos dejaban una preocupante sensación de ahogo en el pecho y unas ganas de toser que teníamos que disimular para no dar síntomas de debilidad en un momento de tanta trascendencia. “Trágate el humo”, decía el más experto, el que nos daba las primeras lecciones diciendo aquello de “el hombre que sabe fumar echa el humo después de hablar”.
Aquellos primeros cigarrillos de la infancia constituían una auténtica ceremonia que empezaba cuando invertíamos la peseta que nos habían dado nuestras madres en un paquete de tabaco. Con lo que cada uno podía aportar juntábamos para unos cuantos cigarrillos y si sobraba algo para un paquete de chicles con sabor a menta, que eran nuestros grandes aliados para quitarnos el olor del tabaco de la boca y evitar que nos descubrieran después.
Fumar a esa edad era un placer inmenso porque sentíamos ese vértigo que te proporcionaba el contacto directo con el pecado. Fumar era desafiar las normas de los mayores, no solo las que nos imponían en nuestras casas, sino también las del colegio y las de los curas. Fumar era ir contra corriente, salirse del rebaño, pisar la puerta del infierno, ese escenario terrible al que ya nos habíamos habituado de tanto espiar con mirada aviesa, como decían los curas, a la vecina de enfrente.
Muchos aprendimos a fumar con las bocanadas de un humilde Celtas Cortos, aquel cigarrillo que se fumaban los albañiles en el andamio. El Celtas llevaba impreso el aroma de la mezcla y el sello de todos los palustres de aquel tiempo. Era un tabaco obrero que te dejaba una marca amarilla en los dedos para toda la vida.
El Celtas fue una experiencia iniciática que no tardamos en dejar atrás. Cuando empezamos a ir al instituto y subimos un peldaño en el escalafón social porque habíamos dejado de ser niños para ser estudiantes, nos pasamos al Ducados, que tenía una pincelada de intelectualidad que iba a juego con nuestra condición de bachilleres. Llevar un paquete de Ducados en el bolsillo del pantalón vaquero te daba carácter.
El humo formaba parte de nuestros paisajes cotidianos. Lo encontrábamos en las aulas porque casi todos los profesores fumaban, en los bares, en los autobuses, en las gradas de los campos de fútbol y hasta en las consultas de los médicos. Cuando los estudiantes nos juntábamos de noche para preparar el examen que teníamos al día siguiente, algo habitual entonces, la habitación de estudio parecía una calle de Londres en una noche de niebla.
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