El patio de la Calabaza formaba parte del antiguo arrabal ‘de las Piedras’, que se extendía por la franja norte de la Plaza de Marín hasta la calle de Antonio Vico. Eran callejones estrechos y tortuosos que formaban un laberinto que iba ascendiendo en pendientes empinadas y retorcidas por la ladera del cerrillo de San Cristóbal.
Era difícil imaginar cómo sobre aquel terreno abrupto pudieron ir formándose aquellas callejas tan angostas y aquella colmena de pequeñas viviendas que nacían sobre los mismos peñascos del cerro. Calles tan estrechas que apenas entraba el sol, casas tan pegadas que desde una ventana a la de enfrente los vecinos podían rozarse las manos. Enjambre de azoteas llenas de ropa tendida a todas horas, de gallineros y conejeras donde la gente criaba los animales para el consumo familiar; fachadas blancas de cal sobre las que colgaban las jaulas de los pájaros cautivos y donde una bombilla demacrada mal iluminaba sus rincones.
Caminos que se cruzaban formando un universo de esquinas y recovecos, de cuestas y patios por donde nunca transitaba un coche y por los que corría un reguero de vida joven, pequeños reinos de Taifas donde mandaban los niños, centinelas de aquellos senderos de polvo y piedra, de gatos y perros callejeros. Si hubo un barrio que recordara como debió de ser la ciudad antigua, ese era el de las Piedras, tan cargado de esa vida remota que se mantuvo intactas hasta hace apenas cuarenta años, cuando todavía era posible ver a los chiquillos jugando al dólar, a los petos o a la comba, o pararse con los vecinos que tomaban el fresco a la sombra que proyectaban las casas.
El patio de la Calabaza estaba situado en el corazón del barrio de las Piedras. Era un escondite, una madriguera, un rincón agazapado entre la calle Calabaza y la de Goya, donde las viviendas se agrupaban como si fuera un enjambre. Siempre fue un lugar marcado por la pobreza de sus vecinos y por las frecuentes riñas que en aquellos parajes acontecían con frecuencia, tal y como se refleja en los sucesos de la prensa histórica.
Allí nació un personaje histórico de Almería, el practicante Santiago Vergara, que dejó una profunda huella en sus contemporáneos por ejercer su profesión con generosidad y valentía en días tan complicados como los de la epidemia de 1918, arriesgando su vida al límite para intentar salvar otras. En el patio de la Calabaza estuvo, ya en los años de la posguerra, la célebre carpintería de la familia Bisbal, donde se trabajaba la madera y por donde pasaba la vida del barrio.
El patio de la Calabaza y todos los callejones que lo rodeaban componían un escenario singular, un entramado de pasadizos sombríos y evocadores donde era posible encontrarse, junto a las casas, un desaliñado bancal de chumberas, refugio de tantos vecinos que no tenían váter y se escondían entre las matas para hacer sus necesidades.
Un día, las palas entraron por el viejo barrio de las Piedras y se llevaron casi todas sus calles y sus casas. Muchos de aquellos parajes tenían nombres antiguos y evocadores: la calle Calabaza, siempre llena de tierra y agujeros; la calle Belluga, donde vivía un gato que se pasaba los días asomado a una ventana dándole la pata a todo el que pasaba por delante; la calle Oro, donde siempre daba el sol; la calle y el Patio Jardín, reducto de familias numerosas; las calles del Colorín, de la Uva, del Poyo, del Burladero, de Platón, de Garcilaso, de Aberroes, de Jorge Juan, de Luzán, o la vetusta calle de Piedras, hoy Covadonga, que desembocaba en la Plaza de Marín.
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