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Está pasando con este virus como con Garrincha, aquel extremo brasileño de los 50 por el que nadie nada un duro cuando empezó: “Es zambo, no llegará a nada”, decían al principio, aunque ya empezaba a amagar a la izquierda y hacer rotos y descosidos por la banda derecha; “es paticorto y no sabe centrar”, insistían sus detractores. Pero para entonces, el mulato no necesitaba centrar porque se metía él solo hasta la cocina para hacer gol.
El Covid-19 llegó también con escasa aureola: “Nada nada, es como pasar una simple gripe”, aseguraban hace tan solo quince días -como cuando el ministro Sancho Rof dijo aquello de los bichitos para explicar las muertes por el aceite de colza- y ya se nos ha metido hasta el corvejón. Y, sobre todo, lo que nos ha metido es mucho miedo -no me atrevo a decir pánico aún- con cerca de 800 muertos hasta ayer, y que nos peleemos por cosas que hasta ahora parecían impensables: unas mascarillas, unos botes de desinfectante o unos rollos de papel higiénico.
Ayer leía un informe de la revista científica New England Journal que decía que este coronavirus es capaz de permanecer tres horas flotando en el aire como Pinito del oro, cuatro horas en una moneda y un día entero en un carrito de supermercado o en un grifo.
Me sorprendí, por eso, a mí mismo limpiando con un trapo empapado en alcohol el pulsador y la maneta del ascensor, cuando fui al garaje a arrancar el coche para no quedarme sin batería, no sé si esto estará registrado como actividad permitida. Cada vez está más difícil salir de casa, aunque hay algunos trucos para escapar: uno puede escuchar a Macaco y pensar que vuelas por la ciudad; otro, leer algunas páginas de El Viejo y el Mar e imaginar que navegas por el Cabo de Gata pescando galanes; otro, mirar en Internet acuarelas de Visconti, como la que tiene de la Plaza de la Administración Vieja, y fantasear con que estás sentado al sol en la terraza del Bahía de Palma y va a venir Ramón y te va a preguntar: “Qué va a ser de tapilla”. Ayer me metí con mi hijo en el Museo de Altamira para un trabajo virtual del colegio -ahora todo es virtual- y conseguí convivir con búfalos sin levantarme del sofá. Es lo que tiene tener tiempo y nada más, que lo tenemos que matar de cualquier forma, aunque sea con placebos. Lo único bueno de esta situación es que gastamos menos. Hay un informe que circula por ahí que dice que el coronavirus nos hará ahorrar 150 euros de media por persona. Nadie ha dicho aún nada de los gimnasios, ¿devolverán la cuota domiciliada este mes?
Se nota cada vez más psicosis en la calle. Ayer olía a amoniaco y me crucé con más mascarillas que en carnaval: veinte, las fui contando, cuando hace poco era algo exótico en el paisaje callejero. La obsesión va en aumento: ya no sabemos dónde tocar, qué mirar, para dónde respirar. Estando por la tarde en la cola del Carrefour para reponer la nevera, me picaba un mundo la nariz y me dije “resiste, sé fuerte, no te toques”. La gente se mira con desconfianza, me atrevería a decir que casi con hostilidad: no sabemos dónde puede estar el enemigo, como en aquella película de Nadie conoce a nadie.
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