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Ayer vi a un mozo llevarse cinco kilos de fresas para su casa y después una señora hizo lo propio. Llevo varios días avizorando cómo las fresas vuelan en la frutería de mi barrio y nadie habla de ellas. Todo el mundo encumbra al papel higiénico como un vellocino de oro, pero las fresas, como si no existieran. Las cosas son como las personas: cría fama y échate a dormir.
Ayer había también cierto revuelo en la tienda de Carreño porque se corrió la voz de que se ha perdido Parchita, una cotorra argentina. Ha ocurrido por la zona de la calle La Reina y va sin mascarilla en estos tiempos que corren. Dice su dueña que chilla mucho. Todos confían en encontrarla porque es muy conocida en el barrio. Lo que se ha perdido también, aparte del pájaro, son 1.760 empresas en un mes, aquí en Almería, según Pepe Cano. Eso también es una pandemia de las gordas. Y uno piensa: todas las precauciones sanitarias que se tomen son pocas, pero no solo se pude morir del virus de Wuhan, también se puede morir de miseria. La economía es como el aleteo de esa mariposa en Bangladesh, que puede provocar un terremoto en Nuevo México. Si falla el proveedor, desaparece el cliente y así van rodando todas las piezas del dominó.
A lo que más nos agarramos en este tiempo novelesco es a las frases hechas. Las hay estos días de todo pelaje y de todas las corrientes filosóficas griegas (ya saben que no hay nada que esté ocurriendo que no ocurriera antes allí). Por ejemplo, comentarios de calle como “tendremos que aguantar, qué vamos a hacer vecino, es lo que hay”, que son puro estoicismo; o, “qué dices, cómo está tu padre, ya queda menos, ya lo celebraremos con unas migas en Enix”, que tiene ese pellizco de placer epicúreo sabiamente moderado; o, por el contrario, cuando encuentras a alguien que esgrime con toda sutileza “cuando esto acabe me voy a tirar un mes como una cuba y metiéndome de todo”, que es la manifestación más hedonista que se puede escuchar desde Aristipo de Cirene. A uno no le suena todo este rollo helénico por generación espontánea, sino gracias a uno de los mejores profesores de filosofía de esta provincia que se llama Pepe y que se apellida Caparrós, y que ha sabido inocular el virus de la antigua Grecia a generaciones de alumnos en los institutos de Vera y Cuevas.
A propósito del caso, me viene a la mente que hubo un hecho documentado en Níjar, con motivo de la coronación de Carlos III, no recuerdo la fecha, en la que se vivió la mayor bacanal de la historia urcitana. Los nijareños de la época, tan alejados como ahora de la villa y corte, se tomaron, sin embargo, aquello como si no hubiera un mañana, acabando en locura popular. 77 arrobas de vino se consumieron y otros tantos pellejos de aguardiente. Con los efluvios de los licores empezó a volar el trigo por las ventanas y las amas de casa lanzaban desde platos hasta cazuelas y todo tipo de enseres en un festín como el de Baltasar, al que alguien motejó como 'La locura de Níjar'.
Ortega y Gasset relató esta célebre explosión hedonista nijareña en “La Rebelión de las Masas”. Esperemos que cuando llegue el día y abramos la puerta otra vez, alguien esconda el aguardiente.
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