El nombre de Gervasio está unido a la memoria colectiva de la ciudad a través del recuerdo de aquella tienda que había en el Paseo esquina Castelar con grandes cristaleras a la calle, detrás de las que reposaban las latas de salmón noruego y donde colgaban orondos los salchichones de cantimpalo; el nombre de Gervasio estaba ligado a la gloria bendita con la que solo se podían deleitar unos pocos en aquella Almería en la que los ricos eran muy ricos y los pobres muy pobres, sobre todo cuando de sentarse a la mesa se trataba. Decir Gervasio entonces era decir, por ejemplo, whisky de Escocia, mortadela italiana, arroz de Calasparra, sobrasada de Mallorca, bacalao superior y todas esas ambrosías de dioses que ni el mismo Carpanta podría imaginar.
Por eso, ese establecimiento, donde hoy emerge Carrefour Express, no era solo una tienda de ultramarinos, era una fiesta para los sentidos cuando se pasaba por su lado, una aspiración diaria por entrar a por un cuarto y mitad de algo, un quiero y no puedo que martirizaba a los transeúntes. Era un placer para la vista, cuando se veía cómo lucían aquellos ibéricos colgados de una alcayata en el techo; para el olfato, cuando se aspiraba el aroma a cacao auténtico; para el gusto, cuando Gervasio daba a probar una loncha de jugoso queso holandés y hasta para el oído, cuando el tendero decía señalando unos bizcochos esponjosos de coco: "Acaban de llegar en el tren correo de un convento de monjas de Linares". A Gervasio siempre estaba llegando algo, por tierra o por mar, por algo era un establecimiento genuino de ultramarinos y coloniales.
Pero Gervasio no fue solo Gervasio. Hubo otro Gervasio sin llamarse Gervasio, que tomó el testigo del pionero. Se llamaba Inocencio, al que todo el mundo le cambió el nombre por el de su predecesor en el mostrador. Inocencio Fernández Alonso regentó el célebre negocio de comestibles tantos años como el tendero original, pero nunca se le conoció por su nombre. Es más, consagró esa exquisita abacería al fundador, una vez fallecido éste, ungiéndolo de santidad con un nuevo rótulo en la puerta: “Casa San Gervasio”.
La historia de esta tienda tan recordada por generaciones de almerienses arranca en Padules donde nació Gervasio Losana Andrés. Tuvo desde joven el comercio metido en vena: su tío Francisco Losana Navarro, era uno de los más prósperos industriales de la ciudad a finales del siglo XIX, con almacén mayorista llamado ‘La Independencia’ en la calle Ricardos.
Gervasio se matriculó en 1899 en la Escuela de Comercio de Málaga y al año siguiente ya estaba asentado en Almería y se fue convirtiendo, a pesar de su juventud, en uno de los grandes del comercio de comestibles de esa plaza, midiéndose con gente como Antonio Alemán, Facundo Roche, José Abad Novis, Santiago Granados, Juan Viciana o los Romero con ‘La Constancia’.
Gervasio le echó el ojo a un establecimiento llamado La Oriental situado junto al Hotel París que acaba de adquirir dos años antes José Suárez, un antiguo empleado de la Casa Antonio González Egea, establecido donde antes estuvo el negocio de venta de cafés ‘La Francesa’. Suárez estaba en dificultades y vendió en agosto de 1901 el establecimiento a ese jovencillo de 24 años que tenía la cabeza llena de sueños. El padulense fue haciéndose un nombre a base de traer de los confines del mundo productos de calidad que no se habían visto nunca por la ciudad, como las otras americanas, la langosta enlatada, la lengua de vaca o el roast beef. Toda una provocación, vía escaparate, en tiempos de pan moreno , higos y boniatos.
Gervasio realizó reformas en el establecimiento en 1909, supervisadas por el arquitecto Enrique López Rull, introdujo estanterías montadas sobre elegantes soportes de hierro con relieves de buen gusto. Colocó un nuevo mostrador con preciosos azulejos inspirados en la Alhambra de Granada y pintó al óleo los techos inalcanzables. Gervasio crecía en productos y en clientela y hacía paquetes para las meriendas de los toros con jamón dulce, montaditos de lomo embuchado, galletas finas y manzanilla ‘Casco Azul’. Y adquirió grado de proveedor oficial de la Casa Real durante una visita de Alfonso XIII.
Ese mismo año de 1909, un austriaco políglota recién llegado a la ciudad sureña llamado Rodolfo Lussnigg compró el Hotel París para reformarlo y convertirlo en el Hotel Simón, cuyas habitaciones estaban encima de ‘La Oriental’. Gervasio estuvo siempre ahí, como El Cañillo unos metros más arriba, con sus manguitos y su guardapolvo, con su pala para el granel y sus cartuchos de papel de estraza, durante días soleados y de vientos fríos de Poniente, durante la Monarquía, durante la República, durante la Dictadura, durante la Guerra Civil y la Posguerra.
En la contienda, el establecimiento fue incautado por las milicias y a partir de 1939 volvió a abrir sus puertas, aunque ya con un Gervasio más cansado, menos dinámico que en sus buenos años, con las estantería vacías en las que solo se veía el género obligado de las cartillas de racionamiento. Incluyó en la sociedad de la empresa a uno de sus empleados, Inocencio Fernández Romero, hasta que una parálisis lo obligó a abandonar el trabajo, ese negocio por el que tanto había luchado. Era 1942, y tres años más tarde, en 1945, falleció el gran Gervasio Losana, aquel muchacho que bajó de las viñas de Padules. En 1949 murió también su socio Inocencio y tomó el relevo su sobrino, Inocencio Fernández Alonso, que abandonó un puesto en el Banco Hispano Americano para seguir adelante con esa tienda que disfrutaba de tan fiel feligresía a pesar de las estrecheces de la época. Inocencio hijo, apoyado en sus otros dos tíos César y Consuelo, se convirtió en ‘el nuevo Gervasio’, con sus gafas de concha, con su pasión para vender todo lo bueno que allí se exponía: quesos de París, huevas de bonito de almadraba, lentejas blancas de Castilla, mantequilla fresca, pimentón legítimo y todo lo que se pusiera a tiro. Todo llegaba por barco, pero también por tren, cuando los aprendices iban con un remolque a recoger los paquetes a la estación. Entre los empleados que hubo en esa tienda tan recordada a lo largo de décadas, destacaron Francisco Casas Gil, Domingo Pérez, Viviana, que después se fue a Calzados Suizos y a Marín Rosa, Pedro Bautista Sevilla, Mari Carmen, Francisco Martín y Joaquín, entre otros dependientes.
En 1965, la constructora de Enrique Alemán tiró abajo el Hotel Simón y La Oriental de Gervasio para hacer el actual edificio Géminis y el supermercado Simago. Inocencio se trasladó entonces a la calle Ricardos, a un local del dentista Fornieles, al lado de la Joyería León y enfrente de la peluquería Cayetano, hasta que languideció y cerró definitivamente sus puertas en 1986 con el nombre de 'San Gervasio', en recuerdo de su recordado fundador, después de más de ochenta años de pura historia de Almería.
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