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Uno se imagina al Marqués de Griñón -uno de los hombres más ricos de este país ahora tan rejoneado- en un ataúd, sin una simple corona de flores que le dé lustre y cae en la cuenta de que no hay nada más democrático que este maldito virus de Wuhan. “La muerte a todo el mundo iguala”, escribió en sus coplas aquel Jorge Manrique que nos mandaban leer en el Bachillerato.
Nosotros que no conocimos las grandes epidemias antiguas como la gripe española o el tifus o más remotas aún como el cólera morbo o la fiebre amarilla, creíamos que estos grandes azotes era cosa de negros africanos, que la malaria o el dengue y los patógenos más funestos en general no iban contra los blancos ricos. Hasta que ha llegado este maldito virus coronado del otro extremo del mundo y ha hecho que Carlos Falcó, con toda su gran fortuna, con todos sus vastos viñedos, no pueda ponerse más en la cabeza ese sombrero cordobés que solía gastar.
Los de la generación del baby boom, que nos lo encontramos casi todo hecho en cuestión de vacunas, lo máximo que sufríamos era un tiempo de reclusión pasando las paperas o el sarampión. Ahora nadie recuerda, porque ya no queda nadie vivo que lo recuerde, que lo consustancial a este planeta, que se calienta cada vez más, ha sido, por los siglos de los siglos, vivir en terrenos fronterizos entre la debacle y el progreso, entre la destrucción por desastres y las reconstrucciones ulteriores, saliendo siempre a flote entre los rescoldos de las grandes hambrunas, de las grandes pestes bubónicas medievales. Nos creíamos que la tecnología, la nanociencia, la red de redes nos iba a hacer inmunes a todo, preocupados solo por los virus informáticos, y resulta que hemos caído en la cuenta que seguimos siendo de carne y de hueso, como los venecianos que morían de la peste o como los flamencos que morían de fiebres tifoideas o como los andaluces de faja y faca que morían de disentería hace mucho tiempo. No sirve Google ni Amazon para librarnos de esto. Somos igual de frágiles que nuestros antepasado cuando surge cualquier monstruo microscópico que va a por nosotros. Dónde quedan entonces los algoritmos ante la falta de mascarillas o de respiradores para que no mueran mas ancianos; dónde quedan las preocupaciones hasta hace poco de todo un país por el grado de ofensa de un piropo. La muerte, o el temor a la muerte, relativiza todo lo demás.
Ayer salí a por pescado fresco al mercado, con la calle desierta, con la sensación de que me iba a detener un policía y me iba a aplicar la ley de vagos y maleantes. Todo el mundo va con mascarrilla, guantes y gafas, la gente se mira apenas a los ojos, me crucé con un compañero, Ángel Iturbide y no me reconoció, me volví a cruzar con otro, Antonio Fernández, y tampoco. A eso nos está llevando este Covid traicionero. A eso, y a que se eche de menos la abundancia de pescado de otras veces en las pescaderías. La flota de Garrucha y Carboneras amarradas por falta de compradores habituales de hostelería y la de Almería a medio gas. Estamos cambiando, sin darnos cuenta.
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