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Hoy que es el día en el que la ciudad más huele a nardos, los que acompañan a la Patrona de Almería, la Virgen del Mar, toca la despedida y cierre de la feria más atípica que recordamos. Es el momento de decir adiós casi sin hacer ruido y cruzando los dedos por no tener que alzar la voz dentro de quince días. Ahora habrá que preparar la ‘rebequilla’, que diría alguno, y los materiales para ‘la vuelta al cole’. Disfrutar de los últimos días de verano de Cabo de Gata ya sin forasteros (se me va pegando el lenguaje los periódicos antiguos, ruego me disculpen) y de no tener que hacer cola para sentarse en una terraza.
Pero antes de que todo esto llegue, hay que poner el fin de fiesta tal y como correspondería a una Feria de Almería de las de verdad, de aquellas de gente agolpada junto al mar para ver el castillo de fuegos artificiales en cualquiera de sus versiones, mientras otros tantos esperaban en el paseo marítimo para el ‘petardazo’ final. Y es que precisamente de esto vamos a hablar en esta despedida, de la pólvora que siempre ha rodeado la celebración de la Feria de Almería.
Los fuegos artificiales han acompañado el desarrollo de la feria desde el siglo XIX. Habitualmente se realizaban para abrir las fiestas, como un anuncio de todo lo que estaba por llegar y conforme va avanzando ya el siglo XX se apuesta porque estos ‘castillos’ también se realicen en los últimos días a modo de despedida visual. Pirotécnicos de Íllar o de Pechina -los señores Abad-, eran los más habituales de la época para unos espectáculos que se realizaron en el Paseo del Príncipe o la plaza circular y que encontraron una ubicación bastante estable en el cauce nuevo de la Rambla.
Escasez
Cierto es que las crónicas de la época son poco prolijas en lo que acontecía en esos espectáculos, no suelen ir más allá de decir si los asistentes se iban contentos o no. Tengo que reconocer que hubo más textos en los que se les critica que aquellos en los que se exaltaban, y es que tener unas arcas municipales algo mermadas no ayudaba a que los fuegos fueran tantos como los que querían ver los almerienses. Pese a esto, sí que hay un redactor de La Crónica Meridional que cuenta al detalle los fuegos de la feria de 1887. Un cronista de estos que a mí me gustan y que te hacen ver lo que pasa como si estuvieras allí aunque hayan pasado 134 años.
Ese año los fuegos se realizaban en el Paseo del Príncipe y allí comenzó el espectáculo con “cohetes voladores de rúbrica, habiéndolos de todas clases, desde los que rectamente y con nobleza surcan el espacio, hasta aquellos que silenciosos se apagan aquí para aparecer mas allá, en nueva posición, más altos, más bajos, ya a la derecha, ya a la izquierda, a semejanza de muchos políticos que desapareciendo del cantón federal, se ocultan breve tiempo para aparecer después en regio edificio”. Nada como una metáfora que aúne fuegos artificiales y política, y eso que aún no se había inventado el famoso ‘postureo’.
En su narración habla de cohetes llamados “de lágrimas, los que figuran serpientes y tantas variedades como la pirotécnica actual permite”. Si piensan ustedes que tanto regocijo es sinónimo de éxito, concluyan la lectura porque estuvieron “bien pero bastante escasos”. Lo dicho, que se quedaba corta la cosa. Quizá por ello se hace una mayor apuesta en años venideros y lo que eran fuegos pasan a ser ‘grandes castillos de fuegos artificiales’, pero seguía sabiendo a poco.
Música y pólvora
Pero aquí habíamos venido a hablar de despedidas. De cómo decir adiós a la feria y que se note. Viajando por los programas de feria y por la prensa de finales del XIX y principios del XX, lo que parece claro es que se aunaban la música y la pólvora para cerrar los días grandes. Y es que lo primero que hay que hacer es avisar a la gente, a los vecinos y visitantes, de que la fiesta ha terminado.
Para ello la banda municipal recorría las principales calles de la ciudad tocando ‘retreta’. Para aquellos que somos de generaciones posteriores a la mili y que no tienen mucha relación con el ejército, la retreta es el toque para indicar la marcha en retirada de una tropa o el que se utiliza en los cuarteles para irse a dormir. Una especie de ‘vamos a la cama’ de la familia Telerín o de Cleo y Cuquín pero no solo para niños.
Con todo el mundo enterado de que tocaba irse a casa, llegaba la segunda parte del adiós: la traca. Ese estruendo que recorría la ciudad al filo de la medianoche sí que ponía el punto y final a diez días de verbenas, bailes, procesiones y actos sociales.
Es quizá en el año 1910 cuando esa traca de despedida empieza a hacerse más importante e incluso se hace hueco en el programa de feria como “Gran Traca Valenciana” demostrando que eso de la pólvora les viene de antiguo. Eso sí, que con los años dejó de ser valenciana para ser solamente traca e incluso en el año 1927 pasa a manos del “pirotécnico almeriense don Diego Rodríguez”.
Sea como sea, lo cierto es que Almería despedía sus fiestas con un gran ‘petardazo’ que se convirtió en tradición y que siempre ha dejado un adiós en la ciudad con olor a pólvora.
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