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Historias almerienses sobre el paisaje (I): A la defensiva
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Historias almerienses sobre el paisaje (II): Laderas y balates
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Historias almerienses sobre el paisaje (III): Un modelo de sedimentación humana
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Historias almerienses sobre el paisaje (IV): Un sotavento mediterráneo
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Historias almerienses sobre paisaje (V): El “gobierno” del agua
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Historias almerienses sobre el paisaje (VI): El gran vacío del sureste
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Historias almerienses sobre el paisaje (VII): La región urbana Almería-Poniente
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Historias almerienses sobre el paisaje (VIII): El modelo turístico
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Historias almerienses sobre el paisaje (IX): Extrañamiento
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Historias almerienses sobre el paisaje (X): Habitar el subsuelo
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Historias almerienses sobre el paisaje (XI): La posibilidad de una isla
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Historias almerienses sobre el paisaje: Almería y el paisaje (primera parte)
El paisaje y los ritos
El control del fuego constituye la gran metáfora de la cultura: interpretar las fuerzas de la naturaleza y adaptarse a ellas para conseguir finalidades. La cultura territorial es el conjunto de expresiones humanas de adaptación a un espacio geográfico. Comienza con el asentamiento, y se manifiesta en el ritual, en la fiesta, en la cocina, en las formas de expresión. Los aromas, los sabores de nuestra cocina marcan los límites de una región sentimental. Una región en la que el ajillo es una compleja alquimia de mortero y reducciones y no solo una fritura con ajos; en la que las migas acompañan siempre a la lluvia, con el regocijo de quien recibe un raro regalo. Una región en la que al comer no se atienden solo las necesidades nutricionales, sino que se realiza una experiencia mística por la que el paisaje penetra en nuestro cuerpo, poseyéndonos.
El paisaje y el gozo
En la lectura del paisaje, en su comprensión, hay una evidente finalidad hedonista. El paisaje se sitúa entre la hermenéutica y el erotismo. En el desvelarse del significado se encierran ocultos mecanismos de placer. El ritual de interpretación del paisaje, en tanto que forma colectiva de concertar significados del territorio, del espacio de vida, es una ocasión de gozo. Esa experiencia gozosa, cívica, es el motor de la identidad y de la cohesión social. El disfrute del territorio a través del paisaje es un derecho ciudadano que debe ser facilitado y promovido. Quien haya estado en cualquiera de las romerías que salpican la provincia, lo entenderá. Yo tengo predilección por la de Huebro, pero en todas se sirve el mismo “menú”: hermandad, generosidad, reconocimiento del otro y del sitio. Quien se haya entregado a la deriva, al medineo, al paseo placentero en diálogo con nuestras ciudades, pueblos o campos también lo entenderá. La connotación ritual de los sitios es una potente herramienta para subrayar su significado.
La mirada del otro
El paisaje es dinámico, está en permanente mutación, no tanto por los cambios físicos de las cosas y las escenas (en ocasiones muy intensos), sino, sobre todo, por la evolución de nuestra mirada. Con frecuencia, esa evolución está catalizada por el impacto de miradas ajenas, externas, que actúan como un espejo en el que finalmente nos reconocemos. Esas miradas, y especialmente las que se proyectan desde el sentimiento y el afecto, forman una guía moral del paisaje, a la que todos nos debemos. Juan Goytisolo o Valente no pueden faltar en la corta pero ilustre nómina de quienes nos enseñaron a mirar. Otras miradas ajenas, más multitudinarias y anodinas, las del creciente flujo turístico, tienen también un gran impacto, pero éste no siempre es benéfico. Nuestro territorio y nuestros pueblos se van adaptando inadvertidamente al gusto y las necesidades de estos visitantes ocasionales, condenando a una tierra de vibrante paisaje, pleno de significados, a una creciente banalización. Este proceso de enajenación (en cualquiera de los sentidos del término) nos condena a una situación estresante: nos exige un enorme esfuerzo por parecer lo que no somos, mientras que nuestra potente y vigorosa identidad, sobre la que deberíamos hacer descansar nuestra oferta de significados para la experiencia turística, se resiente y debilita.
La conciencia del paisaje
La identificación con el sitio, que constituye el vínculo territorial, tiene múltiples manifestaciones que van desde lo económico a lo afectivo. Es una de las expresiones de la naturaleza humana, y se da en todas las civilizaciones. En el mundo mediterráneo, precisamente por su espesor civilizatorio, este vínculo está sumamente arraigado, aunque no por ello libre de riesgo de debilitamiento. Las peculiares condiciones del inconcluso proyecto de modernización de la sociedad almeriense han producido un debilitamiento agudo de ese vínculo, lo que hace que nuestras bases de desarrollo social y territorial sean frágiles.
La conciencia de pertenencia al sitio es una forma particular de sinoicismo, es la conciencia de “ser aquí”. El reforzamiento de esa experiencia tiene un componente sentimental, pero también, y en último caso, una finalidad estratégica: la definitiva y deseablemente armónica modernización de nuestra sociedad debe construirse sobre una vigorosa conciencia de pertenencia al territorio. La consagración de esa conciencia tiene una magnífica oportunidad en la experiencia de lectura del paisaje.
Disfrutemos, gocemos del paisaje, desentrañemos el significado de nuestro territorio. Nos encontraremos con nuestra memoria colectiva, con nuestra identidad.
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