Almería en los tiempos del Covid-19 (XIII): Muertos sin despedida

Bernabé Martín, campesino de La Cañada, con su gato Mapache, que falleció hace unos días con 94 años, sin disponer de funeral.
Bernabé Martín, campesino de La Cañada, con su gato Mapache, que falleció hace unos días con 94 años, sin disponer de funeral.
Manuel León
07:00 • 26 mar. 2020 / actualizado a las 17:51 • 26 mar. 2020

A Bernabé Martín Papis, un viejo campesino de la Vega de Almería que murió hace unos días, no fue a despedirlo nadie. Tenía 94 años y en los últimos meses se fue apagando como una lamparilla sentado  en su butaca del cortijo de Las Chozas, con su gatillo Mapache entre las manos. 



Él, que había sido fuerte como un junco, aventando trigo en Retamar, sembrando la patata temprana, recolectando habichuelas y tomate cuarenteno en La Cañada; él, que era capaz de estar horas ordeñando en la vaquería para vender la leche fresca a las familias de la vega; él, que fue uno de los primeros socios de la CASI, no tuvo misa, ni velatorio, ni pésame a familiares, ni cortejo fúnebre que lo acompañara en su último viaje.



Pasó los últimos años de su vida longeva cuidando su huerto, regando sus flores, echando la simiente de su hilico de papas cada temporada, siempre ligado a la tierra como una parte más de ese paisaje neolítico.



Bernabé se vino abajo coincidiendo con el inicio de esta mortífera pandemia, aunque no llegó a estar contagiado. Vivió aislado los últimos días de su vida, sin poder ser besado ni abrazado por sus hijos, que iban a verlo con mascarilla y guantes. Murió, como tantos otros, cuando ya se habían aprobado las medidas del Gobierno que prohíben los velatorios. Fue enterrado en la soledad del cementerio de La Cañada, acompañado por solo diez familiares -no dejan a más- con equipos de protección: su viuda con la que llevaba 60 años casado, sus hijos y yernos y dos nietos, de diez que deja, que se eligieron por sorteo.



Nadie más en ese camposanto frío, huérfano de toda esa gente con la que Bernabé convivió, desprovisto de todas esas amistades que fue cultivando como las hortalizas a lo largo de su caudalosa vida y que no pudieron reconfortar a la familia de esa manera tradicional que se hace en los países del sur cuando llega ese río sin retorno que es la muerte. Una de las cosas más crueles que nos ha traído este virus de Wuhan -ahora se habla de otro llamado Hantavirus que acaba de dejar algún muerto ya en el Sureste de China- son esos trances solitarios, sin despedidas, sin un último acompañamiento a la persona muerta.



Se han ido así en esta provincia en los últimos días, por poner un ejemplo, Emilio Esteban Hanza, que ayudó a crear la caja rural de Almería o Ric Polansky, que dio a conocer Mojácar por el mundo, sin poder darle un abrazo a sus deudos, sin poder disponer de un sencillo funeral. Y como ellos, y de forma más atroz aún, todos esos muertos por este coronavirus, pobres ancianos en su mayoría, de los que empezamos a conocer historias truculentas, en primera persona. Toda una vida gastada por esos hombres y mujeres, que se van apagando antes de tiempo en las residencias, en los hospitales, sin ningún familiar que les pueda coger la mano; toda una vida luchando por conseguir un bienestar, criando una prole, para terminar muriendo sin ningún consuelo, yendo a parar a un Palacio de Hielo junto a cientos de féretros. Este es el nuevo tiempo, en el que las cifras de muertos -en Almería ya son siete- se cuentan cada día como los votos en Eurovisión.






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