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Diario de una cuarentena (I): Espío a mis vecinos
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Diario de una cuarentena (II): Mensaje en una botella
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Diario de una cuarentena (III): Miedo atávico
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Diario de una cuarentena (IV): La lista de la compra
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Diario de una cuarentena (V): El último día en la tierra
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Diario de una cuarentena (VI): Domingos metafísicos
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Diario de una cuarentena (VII): La chica del búnker
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Diario de una cuarentena (VIII): Pura supervivencia
Escribo esta columna mentalmente durante todo el día. Ahora lo hago con el sonido del extractor. Se me ha ocurrido hacerme un guisillo de carne. Sin carne y con el chorizo de la cesta de Navidad. A mi madre le preocupa que el confinamiento me esté volviendo vegetariana, prefiere pensar eso a aceptar que su hija es un poco desastre. Ideo la primera frase del diario mientras corto media cebolla picadita. Un par de dientes de ajo, un pimiento verde italiano y un tomate de pera de Almería. Todo a la olla bien de aceite y a esperar. Cuando esté doradito, ya habré terminado el primer párrafo. Ah, no, que me faltan un par de ingredientes: el embutido cortado en rodajas y un chorreón generoso de vino blanco. Luego un vaso de agua y las patatas. Y ya que la cocina (y la escritura) haga su alquimia.
Hoy ha salido el sol y se hace más cuesta arriba el encierro. El otro día os contaba que hay gente poniendo lavadoras por encima de sus posibilidades solo para subir un ratito a tender al terrao. Es como si la ciudad se hubiese trasladado a vivir ahí arriba, donde al menos uno puede dar los buenos días de lejos a algún vecino. Creo que ‘terrao’ es mi palabra favorita de Almería. Pienso en ella y me acuerdo de aquella historia acerca de que Valente y su mujer se subían al suyo a tomar el sol desnudos para escándalo de quienes los veían. Afortunadamente, todavía hace frío para eso.
Estoy algo preocupada por mi forma física. Mi móvil dice que doy de media 66 pasos diarios. Y nunca encuentro el momento de probar la aplicación de crossfit de Loles, la tabla de ejercicios de Ali o las clases de yoga de Estefanía. Y así estamos todos: comiendo y bebiendo como si no hubiera un mañana, porque vete tú a saber. Ahora, como lo haya, nos vamos a echar unas risas.
Las redes me acercan historias maravillosas como la de Alicia, antigua becaria de LA VOZ a la que esta sinrazón ha pillado en Madrid. Resulta que le ha hecho la compra a la vecina de abajo, que tiene 85 años y solo come yogures. La tristeza y la soledad le han cerrado el estómago. Dice que quiere invitarla a ver la tele o a escuchar música, pero la pobre no puede. De momento meriendan lo mismo, bombones, cada una en su casa.
Bravo, Alicia. Lástima no poder llevarte un plato de mi guisillo a ti y otro a tu vecina. Le abría el apetito fijo.
Día 12 de confinamiento en Madrid. Hoy le he hecho la compra a la vecina de abajo, que tiene 85 años. En su lista, muchos yogures. "Es lo que más como, ya no tengo hambre", me decía. pic.twitter.com/qkIyxmCOC5
— Alicia S. Romero (@aliciasromero_) March 25, 2020
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