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Diario de una cuarentena (I): Espío a mis vecinos
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Diario de una cuarentena (II): Mensaje en una botella
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Diario de una cuarentena (III): Miedo atávico
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Diario de una cuarentena (IV): La lista de la compra
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Diario de una cuarentena (V): El último día en la tierra
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Diario de una cuarentena (VI): Domingos metafísicos
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Diario de una cuarentena (VII): La chica del búnker
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Diario de una cuarentena (VIII): Pura supervivencia
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Diario de una cuarentena (IX): Un plato de guisillo para tu vecina
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Diario de una cuarentena (X): El banco de tu pueblo
Seguimos sin tener tiempo. Si algo bueno debía traer el encierro, eran horas para compartir con los seres queridos. Sin embargo, lo único que me llegan son lamentos de padres que continúan sin poder jugar con sus hijos y testimonios de jóvenes que no hacen otra cosa que teletrabajar. Quizá es que la vida era esto y el error ha sido albergar la esperanza de tener un ratito cada día para hacer lo que quiera que sea que nos hace felices. Tal vez mejor así, ocupados pensamos menos.
Y a pesar de todo, mi amiga Ana me ha enviado este fin de semana el vídeo más tierno que he visto en mucho tiempo. Uno en el que su hija Natalia, de tres años, llora emocionada al descubrir (atención, spoiler) el beso con el que el príncipe salva a Blancanieves de un sueño eterno por envenenamiento. Si no llega a ser por el coronavirus, igual le habría pillado fuera de casa.
También me ha alegrado saber que ni una pandemia tan feroz como la que vivimos ha acabado con la costumbre de comer arroz los domingos. Me ha contado una conocida que en su escalera el olor a sofrito se colaba por debajo de cada puerta. Entonces me he acordado del arroz caldoso que nos cocinaba mi abuela a mi hermana y a mí, cuando mis padres se iban a ‘hacer los ejercicios’ (así se llama en mi zona a tomar el aperitivo en un guiño al hábito de ir al bar después de asistir a misa, ‘ejercicio espiritual’). Una tradición ancestral que todavía conservan y yo que lo celebro, porque todo el mundo sabe que el amor dura mientras se mantienen las ganas de compartir un picoteo.
Ayer escuché en la radio que han prohibido los velatorios y la asistencia a los entierros se ha reducido a tres personas. Luego leí que ha fallecido una médica a los 28 años; parece que era asmática y contagiarse ha sido letal para ella. Me planteo de qué pasta hay que estar hecha para plantar cara a esta enfermedad estando en un grupo de tanto riesgo.
La tristeza ya se apoderaba de mí cuando he recordado el titular de una entrevista que el pintor Antonio López concedía hace unos días a ABC. “No quiero entregarme al desánimo”. Si Antonio López lucha contra el desánimo a los 84 años, confinado en su estudio, después de haber perdido hace un mes a su compañera de vida, la pintora María Moreno, no sé vosotros, pero yo no voy a hacer el gilipollas.
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