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Ayer me quedé sin guantes y salí a la calle a buscarlos. Pregunté en tres farmacias, pero me contestaron que no tenían, con una cara como queriéndome decir: “Pero quién eres tú para pedir ahora la luna de Valencia”. Me angustié y me acordé de la frase de Einstein: “La creatividad nace de la angustia”. Y la imaginación, entonces, me llevó a acordarme de Juanjo el de la droguería, el de la calle Las Tiendas, que siempre tiene de todo, como un inspector Gadget.
Allí estaba el tendero de guardia y en un segundo ya tenía un paquete de cincuenta guantes de nitrilo a once euros. “Son talla XL” me advirtió”. Los cogí, porque no estamos para remilgos. Juanjo es como el trivial de los productos del hogar, cualquier duda te la resuelve. Es perito en lejías y azuletes, en amoniacos y detergentes y sabe mezclar las proporciones para remedios caseros como fórmulas magistrales de la botica. No es químico, ni falta que le hace, su conocimiento está basado en la experiencia de años y en la máxima científica de ensayo-error. Juanjo lleva ya 42 años cotizados, tras empezar de muy joven con su padre detrás del mostrador, primero en la calle Las Tiendas y ahora en una perpendicular.
Ya no se ve a casi nadie deambular por la calle Las Tiendas, antigua calle de Las Lencerías. Negocios como El Valenciano, la tienda de los sellos o el Precio-Precio están chapados. La mantienen con aliento, tan solo, dos pequeños colmados en los que se ofrece pan de Felix, rosquillas de Alhama, confituras o fruta del tiempo. En uno de ellos se escucha la voz de Alfredo Casas en la radio y a continuación la de Sabina con ese chute de melancolía que es ‘La Canción más hermosa del mundo’.
Suenan entonces el botón sin ojal, el yo-yo y el siete de copas en esa calle estrecha y ahora tan devaluada como si sonara la encarnación de la nostalgia, entre algún paisano despistado con mascarilla y guantes que tal parece un delincuente que viene de pegarle un palo al cepillo de la Iglesia de Las Claras. Al atravesar la Plaza Vieja yerma, uno comprueba que las palomas han colonizado espacios reservados hasta ahora a los humanos como los soportales antes ocupados por veladores. Los despachos municipales vacíos de concejales y de un alcalde como Ramón, que ha trasladado el escritorio consistorial del Preventorio a su domicilio de la Plaza Vivas Pérez, cohabitando con su familia, con una gata y un perro.
Vivimos tiempos interinos, de elogio de la quietud -con este título acaba de producir un libro de ensayos Pedro Cuartango- de arenas movedizas en las que nadie se fía de nadie: cómo es posible que Fernando Simón, el tipo que nos aconsejaba todos los días como un padre, el que nos decía ‘hombre prevenido vale por dos’, haya caído él mismo en el hoyo. Como le dijeron a aquel judío que crucificaron en la cruz: "Si puedes salvar a los demás, sálvate a tí mismo".
Y con el nuevo Decreto del Gobierno me acuerdo de La lista de Oskar Schindler, de sus ‘trabajadores esenciales’, cuando en una fila de judíos preguntaban: “¿Algo útil para la guerra?”, “Soy músico” o “soy profesor de literatura” e iban a parar a un vagón de ganado. Ahora, en este tiempo confuso, quién es Darwin Núñez al lado de una enfermera de Torrecárdenas, quién es ahora un catedrático de la UAL al lado de una cajera del Mercadona.
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