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Diario de una cuarentena (I): Espío a mis vecinos
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Diario de una cuarentena (II): Mensaje en una botella
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Diario de una cuarentena (III): Miedo atávico
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Diario de una cuarentena (IV): La lista de la compra
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Diario de una cuarentena (V): El último día en la tierra
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Diario de una cuarentena (VI): Domingos metafísicos
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Diario de una cuarentena (VII): La chica del búnker
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Diario de una cuarentena (VIII): Pura supervivencia
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Diario de una cuarentena (IX): Un plato de guisillo para tu vecina
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Diario de una cuarentena (X): El banco de tu pueblo
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Diario de una cuarentena (XI): Hacer los ejercicios
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Diario de una cuarentena (XII): Un ciclista en el garaje
Las calles huelen a lejía. Me lo ha advertido una amiga que esta mañana ha vivido una escena que parece el inicio de una película de catástrofes; justo ese momento de calma chicha que precede a la acción en sí.
Al parecer, cogió el coche para ir a casa de sus padres a llevarles unos guantes de látex. Siguió el trayecto que hace dos veces cada día desde hace ni se sabe, pero en este caso con la carretera convertida en un páramo. Al llegar, y tras de superar la extrañeza inicial de encontrar aparcamiento en la puerta, entró en el portal y dejó en el buzón familiar un sobre con el material de contrabando. Sus padres no pudieron contener las ganas y se asomaron al balcón para verla por primera vez en veinte días. En los apenas tres minutos que duró el reencuentro, unos taxistas los observaban desde la parada que hay enfrente. Y lo grave de esto no es que les dijeran nada, sino el miedo que corroía a mi amiga ante la posibilidad de que lo hiciesen.
Porque este estado de alarma nos ha traído una especie de inquietud ante la reacción del vecino. He leído por ahí que alguien lo llama la “Gestapo de barrio” e incluso la “Policía del visillo”. Sin ir más lejos, el otro día a la hora de la siesta el sonido de un walkie-talkie me hizo correr hasta la ventana: en la calle, dos agentes uniformados llamaban a un edificio. Una vez que accedieron, la vecina de enfrente apartó la cortina y me dijo: “Parece que han visto entrar y salir de allí a unos sin techo”.
La cosa ha llegado a tal punto que hasta se han dado casos de gente desatada increpando a niños y adultos con autismo que tienen permitido salir por sus circunstancias especiales. Alguien ha propuesto que lleven paraguas y pañuelos azules para identificarlos ante la sinrazón.
Por suerte, la solidaridad entre vecinos aún gana a la barbarie. Justo hace un poco la chica de arriba me ha salvado de perder medio armario por una lavadora tendida en el terrao porque en mi cabeza “tampoco hacía demasiado viento”. En Almería la vida te sonríe, hasta que uno termina de colgar la ropa o pone un pie en el Paseo Marítimo con el pelo recién planchado y descubre que, en efecto, sí hace demasiado viento.
No os preocupéis. Solo han volado una prenda o dos, nada grave. Si alguien encuentra por el barrio una sudadera gris de Los Ramones, que me lo haga saber. Razón, aquí.
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