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Diario de una cuarentena (I): Espío a mis vecinos
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Diario de una cuarentena (II): Mensaje en una botella
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Diario de una cuarentena (III): Miedo atávico
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Diario de una cuarentena (IV): La lista de la compra
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Diario de una cuarentena (V): El último día en la tierra
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Diario de una cuarentena (VI): Domingos metafísicos
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Diario de una cuarentena (VII): La chica del búnker
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Diario de una cuarentena (VIII): Pura supervivencia
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Diario de una cuarentena (IX): Un plato de guisillo para tu vecina
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Diario de una cuarentena (X): El banco de tu pueblo
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Diario de una cuarentena (XI): Hacer los ejercicios
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Diario de una cuarentena (XII): Un ciclista en el garaje
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Diario de una cuarentena (XIII): La Policía del visillo
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Diario de una cuarentena (XIV): Teoría contra el pesimismo
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Diario de una cuarentena (XV): La trampa
Esta madrugada me ha desvelado el sonido de un helicóptero. Tampoco sé si lo era. Asusta un poco pensar que un ruido así rompa la quietud de la noche en estos tiempos que la ministra Margarita Robles ha comparado con “una guerra mundial”. Para colmo, al levantarme tenía un mensaje con un vídeo en el que varios artefactos voladores surcaban el cielo de Aguadulce. Me pregunto si serán drones que nos vigilan, pero los drones no suenan así. Quizá se trate de Salvamento Marítimo, a la caza de turistas que vienen a su segunda residencia. O tal vez, tras un estudio concienzudo, los extraterrestres al fin se hayan decidido a invadirnos. Les reconozco cierto talento a la hora de elegir el momento. Nos pillan con el culo al aire y la moral baja.
Es extraño. A veces creo que cuando duermo, olvido lo que está pasando. Pero no. Tengo sueños raros, en ocasiones diría que premonitorios. La otra noche me pasó con Antonio Capel, informático de La Voz. Entraba a un bar -en mis sueños siguen abiertos- y ahí estaba él con su familia. A la mañana siguiente, me llamó para preguntarme si podía conectarse por control remoto para revisar mi equipo. La primera vez que lo hace desde que teletrabajo. Un sueño premonitorio y, además, absurdo.
Aparte de eso, he dedicado el fin de semana a instaurar tradiciones del confinamiento. Mi favorita es cocinar y beberme un botellín mientras videollamo a alguien especial. El domingo, sin querer, casi hago doble directo con mi amigo Luis, que tiene un blog ‘gastro’ y se ha apuntado a la moda de los showcooking en Instagram. Él preparaba arroz con costilla, cómo no. Habría estado feo irrumpir en sus stories con mis humildes filetes.
Otra costumbre nueva es tomar café con el grupo de mi pueblo en una videollamada múltiple. Nos solapamos hablando, a mí siempre se me escucha mal y todo es loco y divertido. Casi como cuando estamos juntos. La gente está llevando esta práctica hasta tal punto que el otro día un colega empezó a arreglar el mundo a las ocho de la tarde y acabó, varias cervezas y casi una botella después, a las tres de la mañana.
Pero mi gran descubrimiento de estos días es un ejercicio liberador: cantar a grito pelado. No importan los vecinos. Si yo soporto que toquen el estribillo de ‘Titanic’ con una flauta dulce, ellos pueden aguantar mis gallos. Viene en el decálogo para la convivencia vecinal. Permitirnos momentos de delirio por paz mental.
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