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Diario de una cuarentena (I): Espío a mis vecinos
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Diario de una cuarentena (II): Mensaje en una botella
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Diario de una cuarentena (III): Miedo atávico
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Diario de una cuarentena (IV): La lista de la compra
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Diario de una cuarentena (V): El último día en la tierra
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Diario de una cuarentena (VI): Domingos metafísicos
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Diario de una cuarentena (VII): La chica del búnker
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Diario de una cuarentena (VIII): Pura supervivencia
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Diario de una cuarentena (IX): Un plato de guisillo para tu vecina
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Diario de una cuarentena (X): El banco de tu pueblo
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Diario de una cuarentena (XI): Hacer los ejercicios
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Diario de una cuarentena (XII): Un ciclista en el garaje
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Diario de una cuarentena (XIII): La Policía del visillo
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Diario de una cuarentena (XIV): Teoría contra el pesimismo
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Diario de una cuarentena (XV): La trampa
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Diario de una cuarentena (XVI): Incursión extraterrestre
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Diario de una cuarentena (XVII): Romeo de balcón
He empezado a buscar en Google los números romanos. Las entregas de mi diario aumentan de forma inversamente proporcional a mis recuerdos de Primaria, de modo que de aquí a unos días me va a venir bien contar con esa ayudita. Y sí, yo también me sorprendo de haber llegado hasta aquí. Echando cuentas, he calculado que si nos liberan el 26 de abril, llevaré una treintena de artículos. Superar la dependencia de escribir a mi aire no será nada al lado de dejaros de tener ahí. Para entonces, me tocará echar mano de esa frase que le oí a Fernando Savater y que dice: “Sé fuerte en los finales”. Apuntadla para mí, por favor.
Me pregunto si tendré síndrome de Estocolmo. Porque esta cuarentena es algo parecido a estar secuestrado. Solo que secuestrado en territorio amigo. Tal vez haya quien se niegue a abandonar el confinamiento cuando esto termine, bien por pura hipocondría, bien porque ha descubierto un confortable pasadizo secreto dentro de su casa. No sería raro que se dieran casos de agorafobia (‘miedo a salir a la calle’, también lo he buscado en Google), o que a alguien le ocurra como a la protagonista de ‘Good bye, Lenin!’, que se creía que seguía viviendo en la República Democrática Alemana cuando ya había caído el Muro de Berlín y el capitalismo llamaba a su puerta.
Para demostrar que aún hay esperanza para esta cabecita, a mediodía me he escapado a la panadería del barrio. La excusa era que me quedaba poco pan. Pero la verdadera razón de esa salida es que sueño con los roscos fritos de mi pueblo. En mi casa, la Semana Santa tiene ese sabor y, aunque sé que este año no lo voy a encontrar, he desahogado mis penas con unos pestiños y un poco de leche frita que disfrutaré este fin de semana a la salud de mis amigos cofrades, que menudos días llevan. Cómo será el disgusto que este año ha tenido que ser el Cristo del Perdón el que se ha arremangado la túnica negra y ha ido de casa en casa porque los pobres no levantan cabeza.
De vuelta a mi apartamento, he observado lo que nos echan de menos aquellos rincones que nos son queridos: la casa azul donde nunca viviremos, la calle en la que tantas veces nos han esperado, el macetero que fue un punto geoestratégico para el equilibrio mundial, la plaza que solo nos devuelve el eco de nuestros pasos, el horizonte marino que no nos cansamos de admirar.
Os confieso algo: hoy no tenía nada de nada escrito en mis apuntes para este diario. Ahora es cuando ponéis un poquito de vuestra parte y hacéis como que no lo habéis notado. ¿Somos un equipo o no somos un equipo, carajo?
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