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Diario de una cuarentena (I): Espío a mis vecinos
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Diario de una cuarentena (II): Mensaje en una botella
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Diario de una cuarentena (III): Miedo atávico
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Diario de una cuarentena (IV): La lista de la compra
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Diario de una cuarentena (V): El último día en la tierra
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Diario de una cuarentena (VI): Domingos metafísicos
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Diario de una cuarentena (VII): La chica del búnker
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Diario de una cuarentena (VIII): Pura supervivencia
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Diario de una cuarentena (IX): Un plato de guisillo para tu vecina
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Diario de una cuarentena (X): El banco de tu pueblo
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Diario de una cuarentena (XI): Hacer los ejercicios
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Diario de una cuarentena (XII): Un ciclista en el garaje
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Diario de una cuarentena (XIII): La Policía del visillo
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Diario de una cuarentena (XIV): Teoría contra el pesimismo
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Diario de una cuarentena (XV): La trampa
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Diario de una cuarentena (XVI): Incursión extraterrestre
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Diario de una cuarentena (XVII): Romeo de balcón
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Diario de una cuarentena (XVIII): Secuestro en territorio amigo
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Diario de una cuarentena (XIX): Un robo en la escalera
Hoy he recibido una carta. La cartera ha tocado al timbre y me ha avisado de que la dejaba en el buzón. No he podido esperar y he corrido escaleras abajo en cuanto he oído cómo se cerraba la puerta de la calle. Sobre todo porque en este edificio a veces desaparecen cosas. Aunque he mirado el sobre con recelo pensando en por cuántas manos habría pasado, no he tardado ni medio segundo en romperlo. Contenía una carta, un dibujo y dos mascarillas cosidas a mano con tela infantil. La constatación de que en alguna parte hay dos personitas que se preocupan por mí. Es algo que sabía y, sin embargo, todavía no he logrado ordenar mis emociones.
Nos creíamos fuertes. Hasta que se ha desatado una pandemia global y hemos descubierto lo vulnerables que somos. O hasta que se funde la bombilla del baño y maldices mil veces el empoderamiento femenino y a la madre que lo parió, porque tú solo quieres que venga tu padre a cambiarla. No me miréis raro: no he dicho que me haya ocurrido a mí.
Somos una tela de araña en la que cada uno teje en un sentido y permite que el siguiente dé un punto más en la buena dirección. Solo que ahora que el coronavirus trata de barrernos de un plumazo, los nudos tienen que estar más juntos. Ser más sólidos.
Y ya lo somos. Podéis comprobarlo en el buzón de mensajes que hemos abierto en la página web de La Voz. Allí he podido leer la historia de Carmencita, que se levanta más temprano que nunca para atender la panadería ella sola y sonríe a sus clientes, detrás de la mascarilla, eso sí, porque no teme a nada con tal de contribuir a la economía familiar y mantener llenos los estómagos del barrio. También he sabido de toda una familia de héroes: con Irene, cuidando a menores que no tienen quien les atienda; Gabriel, que es policía y vela por todos; Verónica, que está al pie del cañón despachando en una farmacia; Paco, que se desloma cada día en urgencias, y Antonio, que se encarga de que no nos falte de nada en el súper. No quiero pensar en lo emocionante que será la próxima Nochebuena en esa casa.
Encaramos la quinta semana de cuarentena y es como si alguien hubiese apretado el botón de ir a cámara rápida. Todos los días son domingo y la frontera entre ellos se ha diluido. Cada mañana nos llega una única sinfonía: la de las persianas que se suben casi como única señal de que no estamos solos. La jornada es una sucesión de rutinas solo rota por la esperanza de que cada día juega a nuestro favor. Porque la curva se convertirá en meseta. Y ese verano tan nuestro que parece habernos abandonado terminará por ser como decía Camus, un verano invencible.
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