-
Diario de una cuarentena (I): Espío a mis vecinos
-
Diario de una cuarentena (II): Mensaje en una botella
-
Diario de una cuarentena (III): Miedo atávico
-
Diario de una cuarentena (IV): La lista de la compra
-
Diario de una cuarentena (V): El último día en la tierra
-
Diario de una cuarentena (VI): Domingos metafísicos
-
Diario de una cuarentena (VII): La chica del búnker
-
Diario de una cuarentena (VIII): Pura supervivencia
-
Diario de una cuarentena (IX): Un plato de guisillo para tu vecina
-
Diario de una cuarentena (X): El banco de tu pueblo
-
Diario de una cuarentena (XI): Hacer los ejercicios
-
Diario de una cuarentena (XII): Un ciclista en el garaje
-
Diario de una cuarentena (XIII): La Policía del visillo
-
Diario de una cuarentena (XIV): Teoría contra el pesimismo
-
Diario de una cuarentena (XV): La trampa
-
Diario de una cuarentena (XVI): Incursión extraterrestre
-
Diario de una cuarentena (XVII): Romeo de balcón
-
Diario de una cuarentena (XVIII): Secuestro en territorio amigo
-
Diario de una cuarentena (XIX): Un robo en la escalera
-
Diario de una cuarentena (XX): Una carta en el buzón
Hay una preocupación que me quita el sueño. Qué pasará con los bares. No tengo ni la más remota idea sobre si ahora el aforo estará restringido a cuatro mesas y se acabará esa tradición que tanto me gusta de estar acodado en la barra luchando con el de al lado por disputarle un centímetro de más. Y luego está el tema de la cuenta, porque para que les sea rentable alguien tendrá que apoquinar. Quizá la calle Jovellanos nunca más sea un hervidero. No me imagino el Puga sin gente medio a empujones mientras trata de mantener el equilibro con su caña y una tapa de gambas rebozadas. Ni el Nevada, que forma parte de mi educación sentimental, sin una hilera de personas queridas con su aguja y un vinillo blanco.
A veces intento viajar al futuro para comprobar cómo recordaremos todo esto. Y al margen de la primera línea de batalla, me temo que esta crisis sanitaria estará desprovista de épica. Lo hablaba el otro día con un amigo: todo el mundo recuerda con claridad qué hacía o dónde estaba cuando ETA asesinó a Miguel Ángel Blanco, dos aviones impactaron contra las Torres Gemelas o Madrid saltó por los aires un 11 de marzo. Sin embargo, la imagen que nos devolverá esta pandemia será la nuestra en el sofá de casa, con un chándal viejo y dos kilos de más.
Anoche estuve investigando sobre personajes literarios enclaustrados y, la verdad, me sentí un poco quejica. Porque qué son 31 días de cuarentena al lado de lo que sufrieron Gregorio Samsa, de ‘La metamorfosis’ de Kafka, encerrado en una habitación por el simple hecho de ser diferente, o Robinson Crusoe, el náufrago de Daniel Defoe, que estuvo 28 años en una isla desierta. Y luego están las hijas de Bernarda Alba, a las que les tapiaron puertas y ventanas para que no entrara el viento de la calle. Creo que fue García Lorca el que dijo que “todo teatro sale de humedades confinadas”. Una frase que explica la vena tragicómica que le empezamos a echar a esto.
Y sí, el sentir de la calle es unánime: este ‘sinfinamiento’ (neologismo acuñado por un colega al que le gusta jugar con las palabras) es una montaña rusa de emociones. Nos levantamos en un musical de Broadway. A mediodía parecemos Chenoa el día que se enteró por la prensa de que volvía a estar soltera. Por la tarde se nos sube el chocolate de la merienda y a unos les da por aplaudir y a otros por hacer directos en Instagram. Y llegamos a la noche atrapados en un hastío en el que solo queda arrastrarse a la cama. Si ahora estás leyendo esto, abre bien los ojos: no te has vuelto bipolar. A todos nos pasa. Coge el teléfono. Llama. Hay alguien esperando oír tu voz.
Consulte el artículo online actualizado en nuestra página web:
https://www.lavozdealmeria.com/noticia/5/vivir/191125/diario-de-una-cuarentena-xxi-sofa-chandal-y-dos-kilos-de-mas