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Diario de una cuarentena (I): Espío a mis vecinos
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Diario de una cuarentena (II): Mensaje en una botella
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Diario de una cuarentena (III): Miedo atávico
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Diario de una cuarentena (IV): La lista de la compra
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Diario de una cuarentena (V): El último día en la tierra
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Diario de una cuarentena (VI): Domingos metafísicos
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Diario de una cuarentena (VII): La chica del búnker
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Diario de una cuarentena (VIII): Pura supervivencia
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Diario de una cuarentena (IX): Un plato de guisillo para tu vecina
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Diario de una cuarentena (X): El banco de tu pueblo
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Diario de una cuarentena (XI): Hacer los ejercicios
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Diario de una cuarentena (XII): Un ciclista en el garaje
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Diario de una cuarentena (XIII): La Policía del visillo
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Diario de una cuarentena (XIV): Teoría contra el pesimismo
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Diario de una cuarentena (XV): La trampa
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Diario de una cuarentena (XVI): Incursión extraterrestre
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Diario de una cuarentena (XVII): Romeo de balcón
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Diario de una cuarentena (XVIII): Secuestro en territorio amigo
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Diario de una cuarentena (XIX): Un robo en la escalera
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Diario de una cuarentena (XX): Una carta en el buzón
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Diario de una cuarentena (XXI): Sofá, chándal y dos kilos de más
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Diario de una cuarentena (XXII): Una diva confinada
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Diario de una cuarentena (XXIII): Muevo vasos con la mente
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Diario de una cuarentena (XXIV): ¿Y si no te vuelvo a ver?
Me he pasado el fin de semana cazando rayos de sol. Tras horas de observación, he descubierto que hay un momento de la mañana en que durante apenas unos minutos entran a mi salón. De modo que lo primero que hago al salir de la cama es comprobar si todavía estoy a tiempo de correr a tumbarme como un lagarto. Si ocurre así, empiezo el día de buen humor. Hay una persona a la que quiero mucho que cambia de estado de ánimo durante esta cuarentena en función de si puede andar un ratito bajo el sol en su jardín. Cuando hablo con ella, antes de nada le pregunto por el tiempo por si tengo que tirar de mi repertorio de historias entretenidas. A falta de abrazos, nos hemos encomendado a la vitamina D.
Hay quien asegura que en estas circunstancias uno se da cuenta de la gente que de verdad está ahí. Y sé de una chica que de estar pendiente de los demás sabe tela. Al parecer, tiene una amiga que vive sola en Almería y cada fin de semana va al pueblo a ver a los padres. O más bien iba porque con las carreteras blindadas, se ha visto obligada a permanecer aquí. El caso es que el otro día quedaron en el parking del Alcampo: aparcaron los coches al lado y, de ventanilla a ventanilla, intercambiaron, como si fueran dos mafiosas tratando de pasar desapercibidas, unas palabras y un tupper con una tortilla de jamón. El encuentro furtivo duró solo unos minutos, lo suficiente para que volvieran a casa llorando a mares.
También me sorprende lo bien que cuidan de sí mismos nuestros mayores y su capacidad para invertir el tiempo en las cosas importantes, y no ganseando todo el día en redes sociales. Tengo un tío octogenario que vive en Sabadell y que antes de todo este lío sacó seis libros de la biblioteca pública de su barrio viendo el desastre que se avecinaba. El sábado hablé con él y resulta que como no puede devolverlos ni sacar nuevos, en estas semanas ha leído los seis y les está dando la segunda vuelta. “Son novelitas del oeste y románticas”, me contaba quitándose importancia.
Se me olvidaba, parece que Pedro Sánchez se ha propuesto echarme de la profesión por la puerta de atrás, porque a ver quién aguanta otras dos semanas escribiendo un diario entre estas cuatro paredes. Ahora pienso que si tuviese niños, apenas me quedarían unos días. Al final va a ser verdad y esto va a ser una venganza de la naturaleza por individualistas. O por no haber dejado ni un rincón bonito por explotar. Yo le prometo, señor presidente, que si usted me levanta el confinamiento, no vuelvo al Cabo de Gata, ni a Granada, ni al Museo del Prado, ni a Roma... (no sé mentir ni en una columna).
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