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Diario de una cuarentena (I): Espío a mis vecinos
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Diario de una cuarentena (II): Mensaje en una botella
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Diario de una cuarentena (III): Miedo atávico
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Diario de una cuarentena (IV): La lista de la compra
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Diario de una cuarentena (V): El último día en la tierra
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Diario de una cuarentena (VI): Domingos metafísicos
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Diario de una cuarentena (VII): La chica del búnker
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Diario de una cuarentena (VIII): Pura supervivencia
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Diario de una cuarentena (IX): Un plato de guisillo para tu vecina
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Diario de una cuarentena (X): El banco de tu pueblo
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Diario de una cuarentena (XI): Hacer los ejercicios
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Diario de una cuarentena (XII): Un ciclista en el garaje
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Diario de una cuarentena (XIII): La Policía del visillo
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Diario de una cuarentena (XIV): Teoría contra el pesimismo
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Diario de una cuarentena (XV): La trampa
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Diario de una cuarentena (XVI): Incursión extraterrestre
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Diario de una cuarentena (XVII): Romeo de balcón
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Diario de una cuarentena (XVIII): Secuestro en territorio amigo
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Diario de una cuarentena (XIX): Un robo en la escalera
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Diario de una cuarentena (XX): Una carta en el buzón
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Diario de una cuarentena (XXI): Sofá, chándal y dos kilos de más
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Diario de una cuarentena (XXII): Una diva confinada
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Diario de una cuarentena (XXIII): Muevo vasos con la mente
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Diario de una cuarentena (XXIV): ¿Y si no te vuelvo a ver?
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Diario de una cuarentena (XXV): A la caza de rayos de sol
Hoy hace viento y me explota la cabeza. Es algo automático. Recuerdo el momento en que descubrí que existe una conexión entre viento y locura. Fue en una novela de Almudena Grandes; ‘Los aires difíciles’, creo recordar. De levante o de poniente, todos tienen una influencia en la conducta humana. Y en los lugares donde sopla bien hay más depresiones, suicidios y lunáticos. Obviamente es lo que menos necesitamos ahora. El otro día un colega de Madrid me contó que en su edificio un vecino había amenazado con abrir el gas. Desconozco si en su caso fue cosa de un vendaval, pero cuando todo se calmó, unos jóvenes del bajo salieron al patio interior y empezaron a tocar. La música aplaca los trastornos de estar encerrados.
Lo tengo claro: de este tedio de días iguales solo nos salvará la conversación. Lo preferible es que sea cara a cara, pero también vale con una pantalla de por medio o a través del boca a oreja. Hay una pasaje muy hermoso de ‘Novela familiar’ en el que el autor, John Lanchester, narra cómo surgió el amor entre sus padres. Dice así: “La atracción se basó, creo, en el hecho de que a Bill y Julia les resultaba más fácil hablar entre ellos que con nadie que hubieran conocido antes. Quizá es una de las razones más comunes para enamorarse de alguien; sin duda parece ser una de las mejores”.
En esta cuarentena me he propuesto cultivar el hábito español de mantener una buena conversación, y algunas me están trayendo maravillosos hallazgos. No lo vais a creer, pero he encontrado a una chica con la que compartí una infancia paralela. Es algo menor que yo, sin embargo, al contarnos anécdotas de cuando éramos pequeñas, hemos reparado en que protagonizamos mil historias parecidas; éramos igual de ‘teatreras’. Hasta el punto de que si yo siendo niña le mandé una carta ‘en verso’ al poeta Rafael Alberti, ella hizo lo propio con la Familia Real coincidiendo con el nacimiento de Froilán. La suya sería mucho mejor, porque recibió un telegrama de agradecimiento para pasmo de todo su pueblo. Vaya par de grupis.
Otra costumbre que he recuperado durante el confinamiento, en este caso de origen familiar, es la de tomar algo dulce después de comer. Viene, que sepamos, de dos generaciones atrás y en mi caso se ha revelado como un gran antídoto cuando las ideas flojean. Es inmediato, acabo de darle un pellizco al chocolate y ya se me ha ocurrido un final. Menos mal que no tengo hijos que llevar al súper, porque de verdad, ¿no había otro sitio menos contagioso o apocalíptico al que ir con niños? ¿O se me ha subido el azúcar?
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