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Diario de una cuarentena (I): Espío a mis vecinos
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Diario de una cuarentena (II): Mensaje en una botella
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Diario de una cuarentena (III): Miedo atávico
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Diario de una cuarentena (IV): La lista de la compra
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Diario de una cuarentena (V): El último día en la tierra
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Diario de una cuarentena (VI): Domingos metafísicos
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Diario de una cuarentena (VII): La chica del búnker
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Diario de una cuarentena (VIII): Pura supervivencia
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Diario de una cuarentena (IX): Un plato de guisillo para tu vecina
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Diario de una cuarentena (X): El banco de tu pueblo
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Diario de una cuarentena (XI): Hacer los ejercicios
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Diario de una cuarentena (XII): Un ciclista en el garaje
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Diario de una cuarentena (XIII): La Policía del visillo
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Diario de una cuarentena (XIV): Teoría contra el pesimismo
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Diario de una cuarentena (XV): La trampa
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Diario de una cuarentena (XVI): Incursión extraterrestre
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Diario de una cuarentena (XVII): Romeo de balcón
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Diario de una cuarentena (XVIII): Secuestro en territorio amigo
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Diario de una cuarentena (XIX): Un robo en la escalera
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Diario de una cuarentena (XX): Una carta en el buzón
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Diario de una cuarentena (XXI): Sofá, chándal y dos kilos de más
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Diario de una cuarentena (XXII): Una diva confinada
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Diario de una cuarentena (XXIII): Muevo vasos con la mente
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Diario de una cuarentena (XXIV): ¿Y si no te vuelvo a ver?
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Diario de una cuarentena (XXV): A la caza de rayos de sol
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Diario de una cuarentena (XXVI): Infancias paralelas
Tengo un informante en el paseo marítimo que asegura que gaviotas, palomas y demás pájaros están campando a sus anchas por allí. Ante la ausencia de humanos, vuelan más bajo, casi a ras de suelo. Solo interrumpen sus andanzas los operarios municipales que están arreglando las duchas, han cambiado las papeleras y hasta podado las palmeras. “Vamos, lo están dejando niquelao y eso da esperanzas”, me escribe en un mensaje. Yo pienso que a todos nos pondría de muy mala leche tener las playas a punto, por una vez antes de San Juan, y que nos prohibiesen ir. He oído que igual instalan unos habitáculos para que no juntemos mucho las sombrillas por aquello de respetar la distancia de seguridad. Y qué queréis que os diga, en El Zapillo no es mala idea, ya que somos propensos a ponernos unos encima de otros.
Antes me he quedado en blanco y he decidido bajar a la farmacia a ver si me pasaba algo. Ese es mi nivel de desesperación. También porque necesitaba medicinas, señor del Servicio de Inteligencia que todo lo lee. Cuando ya regresaba de vacío, me he cruzado con el peluquero del barrio que dice que está cansado de descansar. “Algunos clientes me preguntan que qué hacen y yo les digo que se cojan un quiqui, pero que no metan tijera”, comentaba. La de desaguisados que tendrá que arreglar a la vuelta, porque quietos no vamos a estar. Con deciros que tengo una amiga que se ha tintado la raya del pelo con rímel...
Empezaba a convencerme de que esto no lo levanta ni dios cuando ha sonado el teléfono. Lo que ha sucedido después se queda para mí, solo diré que he comido roscos de mi pueblo. Y el abrazo está apuntado para la próxima.
Pero os seré sincera, estoy un poco de bajón. No dejo de darle vueltas al hecho de que es el Día del Libro y este año no voy a poder ir a buscar refugio en la sonrisa cómplice de Ana, de Picasso, que siempre acierta y más que recomendar lecturas, me extiende recetas. Me olvidaré de enviar un mensaje a Rodolfo, ese Quijote que lucha contra los molinos de viento de Amazon, para preguntarle por qué esquina ha ensanchado esta vez el horizonte de Espacio Lector Nobel de Vera. No voy a pasar por la Plaza Santa Rita y a mirar a través de la cristalera para curiosear si Rafa sigue premiando a sus clientes con convertirlos en libreros por un día de Nobel Almería. Me abstendré de bajar la escalera de caracol de Bibabuk a ver si Paco y Presen han vuelto a llenar el sótano de niños deseosos de escuchar cuentos. Y no cruzaré el umbral de la puerta de Zebras para descubrir qué han inventado ahora Belén e Isabel para mantener bien iluminado el foco que encendió un farero llamado Miguel.
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