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El último día del año pasado, César Presumido González lanzó una botella al mar con un mensaje dentro, como el náufrago de The Police. Lo hizo desde algún punto de la playa de Mojácar, como un Robinson postmoderno. Qué alma infantil debe albergar una persona que se entretiene en escribir una nota y arrojarla a las olas para que llegue a alguien. Una acción tan anacrónica que suena como a coger hoy día un carromato para viajar a El Alquián.
Quizá fue un gesto gratuito el de Presumido, quizá no presumía que su epístola marinera llegaría a encallar en alguna otra playa. Pero ocurrió, como a veces ocurren los milagros. Se la encontró Fran, un marino asturiano residente en Formentera, cinco meses después de ser manuscrita. Era una botella de tequila de vidrio grueso, varada como la huella de un pie en la arena de la cala de La Pitusa. Fran paseaba con su novia y su perro por el rompeolas, recuperando el sabor a salitre tras tantos días de cautiverio, cuando se topó con ese frasco de José Cuervo achicharrado por el sol balear.
Y lo abrió como el que abre el cofre de Aladino. Y allí estaban esas cuartillas enrolladas, como nuestros abuelos liaban con gomas los billetes verdes de mil pesetas. Allí estaban los deseos íntimos del emisor, descritos con letra juvenil, como aquellos esquemas que hacíamos en el Instituto: “Deseo mucha salud a mi chica, a mis padres, a mis hermanos en el Nuevo año”; “deseo trabajo para todos, que Mónica gane el juicio del Liberbank y que podamos pagar la casa nueva”; “deseo que mi hija Adriana sea feliz. Mojácar, 31 de diciembre de 2019”. Ahí, en esa botella, estaban narrados con tinta azul todos los anhelos de entonces de César, de quien no sabemos nada más; todo lo que él ansiaba en ese momento preciso, cuando estiró el brazo y voleó la botella de licor al mediterráneo mojaquero, cuando aún no sabía ni podía saber lo que se estaba avecinando en el mundo, cuando aún era virgen de virus y de pandemias, cuando aún no barruntaba, como nadie lo hacía, que tendría que encerrarse tres meses y que pasaría miedo, cuando no sabía que un asturiano en una isla, a cientos de millas, encontraría sus tiernos antojos encapsulados y con huella de verdín. Ojalá que Mónica ganara el juicio del Liberbank, César, y que tu hija sea feliz y que tu familia haya salido ilesa de este azote. Y ojalá vuelvas a Mojácar, si es que alguna vez marchaste, porque de Mojácar, César, cuesta irse, como supongo sabes si estuviste allí para despedir el año.
También le cuesta irse a esta crónica de bolsillo, que durante LV días, como las siglas de Luis Vuitton, ha estado merodeando la ciudad como un voyeur, con un bolígrafo y una libreta; se va, cuando tantas cosas han ‘vuelto a volver’ a Almería (aunque no como antes) como volvió la frente marchita de Gardel, como ha vuelto Javier, el ebanista de la calle Lope de Vega, como ha vuelto la gente a comprar a las boutiques como Julia Roberts; se va este retablillo cuando las playas levantan el toldo, cuando parecemos chimpancés jaleándonos con el codo, cuando el verbo tocarse se ha dejado de conjugar.
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