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Diario de una cuarentena (I): Espío a mis vecinos
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Diario de una cuarentena (II): Mensaje en una botella
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Diario de una cuarentena (III): Miedo atávico
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Diario de una cuarentena (IV): La lista de la compra
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Diario de una cuarentena (V): El último día en la tierra
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Diario de una cuarentena (VI): Domingos metafísicos
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Diario de una cuarentena (VII): La chica del búnker
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Diario de una cuarentena (VIII): Pura supervivencia
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Diario de una cuarentena (IX): Un plato de guisillo para tu vecina
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Diario de una cuarentena (X): El banco de tu pueblo
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Diario de una cuarentena (XI): Hacer los ejercicios
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Diario de una cuarentena (XII): Un ciclista en el garaje
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Diario de una cuarentena (XIII): La Policía del visillo
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Diario de una cuarentena (XIV): Teoría contra el pesimismo
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Diario de una cuarentena (XV): La trampa
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Diario de una cuarentena (XVI): Incursión extraterrestre
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Diario de una cuarentena (XVII): Romeo de balcón
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Diario de una cuarentena (XVIII): Secuestro en territorio amigo
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Diario de una cuarentena (XIX): Un robo en la escalera
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Diario de una cuarentena (XX): Una carta en el buzón
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Diario de una cuarentena (XXI): Sofá, chándal y dos kilos de más
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Diario de una cuarentena (XXII): Una diva confinada
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Diario de una cuarentena (XXIII): Muevo vasos con la mente
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Diario de una cuarentena (XXIV): ¿Y si no te vuelvo a ver?
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Diario de una cuarentena (XXV): A la caza de rayos de sol
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Diario de una cuarentena (XXVI): Infancias paralelas
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Diario de una cuarentena (XXVII): ¡Vamos a la playa!
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Diario de una cuarentena (XXVIII): Grillos en la ventana
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Diario de una cuarentena (XXIX): El hilo invisible de los afectos
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Diario de una cuarentena (XXX): Un metro de resignación
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Diario de una cuarentena (XXXI): Cada uno se consuela como puede
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Diario de una cuarentena (XXXII): Carreteras secundarias
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Diario de una cuarentena (XXXIII): Cuando caiga la tela
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Diario de una cuarentena (XXXIV): Cita a ciegas
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Diario de una cuarentena (XXXV): La posibilidad de una isla
Estoy feliz. Sabía que tarde o temprano la ‘nueva normalidad’ traería algo que me guste. Y ese algo es que los camareros volverán a cantar las tapas porque, al parecer, la carta se considera posible foco de contagio. Yo lo siento por ellos porque memorizar los nombres de algunas creaciones gourmet los pondrá en serios apuros. De hecho, puede convertirse en un verdadero trabalenguas. Ya los estoy viendo: obligados a coger aire para pronunciar con soltura la mac foie de buey o el falso rissotto de pasamar. Y tragar saliva para salir airosos entre la jibia acaracolada y el chile con totopos.
Me chifla lo antiguo. De ahí que esté feliz por volver a ese recitar de los platos en alto. Con mi memoria de pez, estarán condenados a repetir varias veces. En serio que no es mala leche. Abogo por profundizar en la relación con el camarero: mirarlo a los ojos, pedirle una recomendación, preguntarle qué tal la vida. Nada de esos sitios en los que eliges qué vas a tomar a través de una fría pantalla, o escribiendo un numerito en una casilla. Al carajo la modernidad, pienso con mi móvil de última generación delante.
Los días pasan y Almería se despereza. Ayer ya no tuve que hacer cola en la puerta del súper. El carril bici que va a la Universidad tiene más ciclistas de los que habría soñado nunca el ideólogo de esta vía que ya nació vieja por el poco uso. El Parque de La Molineta, ese espacio defendido hasta la extenuación por cuatro locos, parecía el sábado Central Park. Algunos nos preguntamos de dónde han salido tantos deportistas. Y, sobre todo, qué pasará con ellos cuando las restricciones acaben. No me fastidiéis, no emigrarán al centro comercial.
¿Os acordáis cuando conté que había empezado a oír una serenata de grillos en mi ventana? Pues parecen haber enmudecido. Ahora mi espacio sonoro lo ocupa un barbero, que da citas a voces quizá emocionado por haber vuelto a escuchar el familiar ruido de las tijeras y la maquinilla. Me recuerda al tendero de un mercadillo que te cuenta el género que tiene por mucho que tú no lo quieras saber en absoluto.
Hoy me voy a hacer un regalazo. Me voy a asomar, aunque sea de lejos, a ver la playa solo para comprobar que sigue en su sitio. Estos días he tenido miedo de que las hordas de personas que ocupan el paseo marítimo no respeten la distancia de seguridad. Pero ya está bien de síndrome de cabaña. Por muy bonito que sea el nombre, por muy protegida que me sienta entre estas cuatro paredes, la vida sigue. Conmigo o sin mí. Y me puede la curiosidad por ver qué es lo que viene ahora.
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