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Diario de una cuarentena (I): Espío a mis vecinos
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Diario de una cuarentena (II): Mensaje en una botella
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Diario de una cuarentena (III): Miedo atávico
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Diario de una cuarentena (IV): La lista de la compra
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Diario de una cuarentena (V): El último día en la tierra
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Diario de una cuarentena (VI): Domingos metafísicos
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Diario de una cuarentena (VII): La chica del búnker
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Diario de una cuarentena (VIII): Pura supervivencia
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Diario de una cuarentena (IX): Un plato de guisillo para tu vecina
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Diario de una cuarentena (X): El banco de tu pueblo
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Diario de una cuarentena (XI): Hacer los ejercicios
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Diario de una cuarentena (XII): Un ciclista en el garaje
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Diario de una cuarentena (XIII): La Policía del visillo
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Diario de una cuarentena (XIV): Teoría contra el pesimismo
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Diario de una cuarentena (XV): La trampa
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Diario de una cuarentena (XVI): Incursión extraterrestre
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Diario de una cuarentena (XVII): Romeo de balcón
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Diario de una cuarentena (XVIII): Secuestro en territorio amigo
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Diario de una cuarentena (XIX): Un robo en la escalera
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Diario de una cuarentena (XX): Una carta en el buzón
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Diario de una cuarentena (XXI): Sofá, chándal y dos kilos de más
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Diario de una cuarentena (XXII): Una diva confinada
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Diario de una cuarentena (XXIII): Muevo vasos con la mente
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Diario de una cuarentena (XXIV): ¿Y si no te vuelvo a ver?
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Diario de una cuarentena (XXV): A la caza de rayos de sol
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Diario de una cuarentena (XXVI): Infancias paralelas
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Diario de una cuarentena (XXVII): ¡Vamos a la playa!
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Diario de una cuarentena (XXVIII): Grillos en la ventana
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Diario de una cuarentena (XXIX): El hilo invisible de los afectos
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Diario de una cuarentena (XXX): Un metro de resignación
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Diario de una cuarentena (XXXI): Cada uno se consuela como puede
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Diario de una cuarentena (XXXII): Carreteras secundarias
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Diario de una cuarentena (XXXIII): Cuando caiga la tela
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Diario de una cuarentena (XXXIV): Cita a ciegas
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Diario de una cuarentena (XXXV): La posibilidad de una isla
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Diario de una cuarentena (XXXVI): ¡Jibia, bravas, mechas!
José Saramago dijo una vez que el hombre más sabio que había conocido en toda su vida era un simple pastor. Un campesino analfabeto. Su abuelo Jerónimo Melrinho. A él le dedicó una de las cartas más bonitas que he leído. Según contaba, el día que presintió que la muerte lo acechaba el hombre bajó a su huerto para despedirse uno por uno de todos sus árboles. Nunca antes se había referido a ellos. El autor de ‘Ensayo sobre la ceguera’ reconocía que esta “última manifestación consciente” de la personalidad de su abuelo tocó “la línea de lo sublime”. Yo lo interpreto como un último intento de agarrarse a la tierra. Qué pena que no se fundiera con el tronco en un abrazo definitivo.
No pude evitar recordar esta historia cuando el otro día vi en redes sociales al fotógrafo Carlos de Paz abrazar el olivo que ha estado contemplando desde la ventana de su casa toda la cuarentena. Él, que no había salido un solo día y que ha explorado todos los ángulos del confinamiento a través del objetivo de su cámara, decidió dedicar sus primeros minutos al aire libre a mimetizarse con el árbol. Como quien se acurruca en el pecho de un ser querido. “El abrazo deseado”, tituló la instantánea que le hizo Nicole Pawlowski.
Trataba de evocar esa sensación de conexión con la naturaleza cuando una discusión me ha sacado de mis ensoñaciones. En la puerta del barbero un cliente sacaba pecho diciendo que no solo no traía mascarilla (como le habían advertido por teléfono), sino que se negaba a hacerlo. Que era obligación del peluquero proporcionarla. Apaga y vámonos. Ahora va a resultar que, aparte de desinfectar el local y el instrumental que usa, trabajar con pantalla y todo lo demás, también debe tener preparado un montoncito de máscaras. No le sale a cuenta. Ambos se han enzarzado en una discusión que ha puesto a prueba la paciencia del vecindario. Los gañanes estaban tardando en salir de la cueva. Como los chavales que esta tarde chocaban la mano a unos colegas como si tal cosa. Sin guantes ni nada. ¿Estamos locos?
Pero nadie va a enturbiar mi espíritu zen. Estamos a puntito de poder movernos por la provincia. Y sé con exactitud milimétrica cuál va a ser el primer destino al que me lleve mi coche, suponiendo que vuelva a arrancar después de tantos días. Os daré unas pistas: allí cantan los grillos todo el año, se extiende el cielo más estrellado que he visto nunca y no necesitaré un árbol centenario para recibir uno de esos abrazos que acurrucan.
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