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Diario de una cuarentena (I): Espío a mis vecinos
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Diario de una cuarentena (II): Mensaje en una botella
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Diario de una cuarentena (III): Miedo atávico
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Diario de una cuarentena (IV): La lista de la compra
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Diario de una cuarentena (V): El último día en la tierra
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Diario de una cuarentena (VI): Domingos metafísicos
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Diario de una cuarentena (VII): La chica del búnker
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Diario de una cuarentena (VIII): Pura supervivencia
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Diario de una cuarentena (IX): Un plato de guisillo para tu vecina
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Diario de una cuarentena (X): El banco de tu pueblo
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Diario de una cuarentena (XI): Hacer los ejercicios
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Diario de una cuarentena (XII): Un ciclista en el garaje
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Diario de una cuarentena (XIII): La Policía del visillo
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Diario de una cuarentena (XIV): Teoría contra el pesimismo
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Diario de una cuarentena (XV): La trampa
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Diario de una cuarentena (XVI): Incursión extraterrestre
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Diario de una cuarentena (XVII): Romeo de balcón
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Diario de una cuarentena (XVIII): Secuestro en territorio amigo
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Diario de una cuarentena (XIX): Un robo en la escalera
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Diario de una cuarentena (XX): Una carta en el buzón
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Diario de una cuarentena (XXI): Sofá, chándal y dos kilos de más
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Diario de una cuarentena (XXII): Una diva confinada
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Diario de una cuarentena (XXIII): Muevo vasos con la mente
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Diario de una cuarentena (XXIV): ¿Y si no te vuelvo a ver?
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Diario de una cuarentena (XXV): A la caza de rayos de sol
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Diario de una cuarentena (XXVI): Infancias paralelas
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Diario de una cuarentena (XXVII): ¡Vamos a la playa!
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Diario de una cuarentena (XXVIII): Grillos en la ventana
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Diario de una cuarentena (XXIX): El hilo invisible de los afectos
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Diario de una cuarentena (XXX): Un metro de resignación
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Diario de una cuarentena (XXXI): Cada uno se consuela como puede
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Diario de una cuarentena (XXXII): Carreteras secundarias
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Diario de una cuarentena (XXXIII): Cuando caiga la tela
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Diario de una cuarentena (XXXIV): Cita a ciegas
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Diario de una cuarentena (XXXV): La posibilidad de una isla
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Diario de una cuarentena (XXXVI): ¡Jibia, bravas, mechas!
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Diario de una cuarentena (XXXVII): El abrazo definitivo
El Lengüetas está a punto de abrir. Lo noto. Y será todo un acontecimiento en la ciudad. Esta mañana estaban limpiando a fondo y había cajas de botellines apiladas esperando a sedientos clientes. Ya no habrá tres filas de personas apiñadas para pedir una aguja, unas gambas o unas sardinas con sal gorda, pero quién las necesita en esa enorme terraza que es la Plaza de España. Siempre he pensado que el quiosco de Ciudad Jardín representa lo que debería ser la hostelería almeriense. La alegría que se desparrama más allá de un local. Tomarse algo relajao en la calle en un verano que dura diez meses. Anoche le escuché decir a Alvarito, el cómico, que esa plancha habría acabado hace tiempo con el coronavirus. No podría estar más de acuerdo.
La fotografía que me tiene enamorada es la del “confín del confinamiento” del geógrafo y urbanista Rodolfo Caparrós. Muestra el pueblo más bello no ya de Almería, del mundo entero. Estoy hablando, cómo no, de Rodalquilar. En la imagen puede admirarse una gama de verdes que contrasta con los azules y ocres que ya me habían robado el corazón. Porque ha llegado la primavera en todo su esplendor y al Parque Natural de Cabo de Gata-Níjar le sienta bien que solo lo habiten los cabogateros.
Os voy a contar una intimidad. Otra más. Total, esto se acaba y ya voy a tirar la casa (y los secretos) por la ventana. Ahí va: yo siempre quise casarme en Rodalquilar. No por casarme. Solo por Rodalquilar. Frente a las minas. Junto a la iglesia. En el jardín botánico. La historia es que, a raíz de la instantánea, ayer se lo confesé a Rodolfo, quien me puso en mi sitio con su clarividencia habitual: “Yo llevo casado con Rodalquilar desde mi ya lejana juventud”. ¡Maldito sea! ¡También en esto se me ha adelantado!
En unos días nuestro alrededor se llenará de imágenes de reencuentros. Con paisajes añorados, pero en especial con seres queridos. Me pregunto si reprimiremos las muestras de afecto porque el miedo sigue ahí, agazapado, y los datos de contagios no todos los días son buenos. “El Covid-19 no se erradica con el confinamiento, solo es un modo de evitar que enfermemos todos de golpe y volvamos a colapsar el sistema”, me advertía antes un amigo. Y yo lo sé. Sin embargo, intuyo que esto ya no tiene marcha atrás. Necesitamos volver a encontrarnos en la mirada de otro y mandar al carajo las pantallas. Necesitamos sentir, sin simulacros ni engañifas, el peso de la vida. Y eso está ahí fuera.
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