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Diario de una cuarentena (I): Espío a mis vecinos
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Diario de una cuarentena (II): Mensaje en una botella
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Diario de una cuarentena (III): Miedo atávico
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Diario de una cuarentena (IV): La lista de la compra
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Diario de una cuarentena (V): El último día en la tierra
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Diario de una cuarentena (VI): Domingos metafísicos
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Diario de una cuarentena (VII): La chica del búnker
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Diario de una cuarentena (VIII): Pura supervivencia
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Diario de una cuarentena (IX): Un plato de guisillo para tu vecina
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Diario de una cuarentena (X): El banco de tu pueblo
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Diario de una cuarentena (XI): Hacer los ejercicios
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Diario de una cuarentena (XII): Un ciclista en el garaje
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Diario de una cuarentena (XIII): La Policía del visillo
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Diario de una cuarentena (XIV): Teoría contra el pesimismo
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Diario de una cuarentena (XV): La trampa
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Diario de una cuarentena (XVI): Incursión extraterrestre
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Diario de una cuarentena (XVII): Romeo de balcón
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Diario de una cuarentena (XVIII): Secuestro en territorio amigo
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Diario de una cuarentena (XIX): Un robo en la escalera
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Diario de una cuarentena (XX): Una carta en el buzón
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Diario de una cuarentena (XXI): Sofá, chándal y dos kilos de más
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Diario de una cuarentena (XXII): Una diva confinada
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Diario de una cuarentena (XXIII): Muevo vasos con la mente
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Diario de una cuarentena (XXIV): ¿Y si no te vuelvo a ver?
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Diario de una cuarentena (XXV): A la caza de rayos de sol
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Diario de una cuarentena (XXVI): Infancias paralelas
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Diario de una cuarentena (XXVII): ¡Vamos a la playa!
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Diario de una cuarentena (XXVIII): Grillos en la ventana
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Diario de una cuarentena (XXIX): El hilo invisible de los afectos
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Diario de una cuarentena (XXX): Un metro de resignación
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Diario de una cuarentena (XXXI): Cada uno se consuela como puede
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Diario de una cuarentena (XXXII): Carreteras secundarias
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Diario de una cuarentena (XXXIII): Cuando caiga la tela
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Diario de una cuarentena (XXXIV): Cita a ciegas
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Diario de una cuarentena (XXXV): La posibilidad de una isla
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Diario de una cuarentena (XXXVI): ¡Jibia, bravas, mechas!
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Diario de una cuarentena (XXXVII): El abrazo definitivo
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Diario de una cuarentena (XXXVIII): Boda en Rodalquilar
En la maleta no habido forma de encajar los nervios y la emoción. Nada, imposible. Y mientras bajaba el equipaje, me he sentido observada a través de la cortina por mis vecinos. He parado en la gasolinera, donde he saludado con la risa floja a José María, al que no he sido capaz de contarle que me escapaba al pueblo a ver a mis padres. Porque aunque desde hoy está permitido moverse por la provincia, aún no he logrado deshacerme de la sensación de estar cometiendo una ilegalidad.
Con la impresión de ser una prófuga pegada al cuerpo, he elegido la salida a la autovía que me ha parecido menos conflictiva. Es decir, menos propicia para que pongan controles. En hora y media de viaje he visto pocos turismos y muchos camiones. No os engaño si os digo que en cada curva o cambio de rasante esperaba encontrar un vehículo con sirena y unos agentes con chaleco reflectante dispuestos a mermar mi ya maltrecha economía. Me pregunto de dónde viene este miedo atávico que no desaparece por mucho que sepas que estás actuando dentro de la ley.
Como parte de una familia con una larga tradición de aprensivos, cada kilómetro que me restaba para llegar creía sentir un supuesto síntoma del Covid-19. Cuando faltaban cien, dolor de garganta. A los 50, tos seca. A los diez, he sentido el impulso de darme media vuelta. Pero al final las ganas han podido más que el poder de sugestión. El pánico a traer algo malo. Eso sí, me he bajado del coche con mascarilla y he hecho amago de correr a la ducha a descontaminarme antes del primer abrazo. Obviamente no me han dejado.
Mientras trataba de instalarme, habéis empezado a enviarme documentos gráficos de vuestra particular desescalada. Miguel se ha ido a desayunar a la cafetería de abajo, donde no le han atendido camareros, sino 'cirujanos' que han desplegado todo un set ‘anti coronavirus’ antes incluso de que se sentase. Ana ha llevado a su niña a reencontrarse con los abuelos después de ocho largas semanas sin verse. Las pobres no sabían dónde meter tanta emoción. Juanfran se ha reunido a mediodía a comer con los suyos después de autoimponerse una cuarentena de auténtico monje.
Antes he leído que unos bodegueros riojanos han creado una cápsula del tiempo con mensajes escritos en medio de la pandemia que no se leerán hasta dentro de 50 años. Estoy segura de que no tendrán absolutamente nada que ver con los que hubiéramos dejado hace unos meses. He estado un rato pensando qué le diría yo a la Marta de 2070. Sería: “¿Ves? Te dije que saldríamos de esta”.
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